Cuando conozco a un homosexual, me siento identificado con su lucha, con su pasado, con ese presente incierto que todavía no le permite sentirse tan libre como quisiera, porque aquí, en este país, tan dado a esa moral que muchas veces no se inmuta por las masacres ni por la miseria, todavía hay un puñado de gente que se indigna porque el otro es “tan maricón” que no se merece nada.
Esa discriminación me avergüenza, me llena de terror, me irrita porque cómo es posible que todavía pensemos así. Yo sueño con un país incluyente, en el que no resulte ni un poquito incómodo saber que el otro es homosexual, donde una pareja de lesbianas o transexuales no teman salir a la calle cogidos de la mano, darse besos en los parques donde juegan niños y sacan a pasear a los ancianos y a lindos cachorritos. Ojalá tuviéramos más ciudadanos gais, más “irreverentes”, más distintos, más conocedores de sus derechos para que este país deje de discutir si eso está bien o está mal y se concentre en lo que en realidad importa: que todos los ciudadanos que habitamos los 32 departamentos nos sintamos tranquilos, se nos respete por igual, se nos den las mismas oportunidades, sin importar lo que somos o profesamos.
Respetar al otro es respetarse profundamente uno mismo, porque en la medida que yo no tengo ningún reproche hacia el otro por lo que es, y la libertad que tiene para serlo, yo me legitimo en la diversidad. Si en verdad habláramos con el otro, si lo escucháramos, podríamos contribuir socialmente con la tolerancia, dar nuestros puntos de vista de primera mano, descubrir que aquel que describen como un “monstruo” no es más que otro ser humano.
“Las soluciones sociales se muestran con más claridad cuando se consideran las desigualdades que acompañan los tres códigos modernos del respeto: hacer algo por sí mismo, cuidar de sí mismo y ayudar a los demás”, dice Richard Sennett en su libro “El respeto”, donde agrega: “Más que una igualdad de comprensión, la autonomía significa aceptar en los otros lo que no podemos entender de ellos. Al hacerlo, tratamos el hecho de su autonomía en igualdad de condiciones con la nuestra. La concesión de autonomía dignifica a los débiles o a los extraños, los desconocidos; hacer esta concesión a los demás fortalece a la vez nuestro carácter”.
Ya es hora de que superemos la ignorancia y el desconocimiento hacia esta comunidad, que actos tan lamentables como destrozar una bandera tan bonita, como la que representa a la comunidad LGBTI, jamás se vuelvan a repetir en un departamento que se vanagloria de ser pujante.