Jineth Bedoya Lima es una de esas personas a las que todos deberíamos honrar; se trata de una figura femenina que siempre debe ser exaltada porque sus difíciles batallas encaminadas a construir una sociedad mejor no quedarán en el olvido. Los criminales que la ultrajaron (secuestrándola, torturándola y vejándola sexualmente) no la han podido acallar; ella, con la fuerza de quien milita en la causa de los discriminados, se ha enfrentado a poderes tenebrosos a lo largo de veinte años no solo para lograr que se haga justicia y sean condenados todos los culpables de los viles atropellos cometidos en su contra (incluidos los instigadores), sino que lidera la pelea de las mujeres maltratadas y asediadas.
También, en sus diversos libros y publicaciones periodísticas pone el dedo en la llaga sobre el escalofriante mundo de las prisiones nacionales; las groseras masacres cometidas en la Cárcel Modelo, no solo por criminales allí presos sino por servidores del mismo Estado, son apenas un ejemplo de las atrocidades denunciadas. Por eso, diversos organismos, personalidades muy destacadas y medios de comunicación, le han hecho plurales reconocimientos porque la ven como una persona auténtica y aguerrida, cuya única consigna es combatir la impunidad y la injusticia.
Estas tropelías, sumadas a tantas más que a diario se presencian en un país acostumbrado al agravio y al derramamiento de sangre, hacen revivir las palabras de León Tolstoi al referirse a la situación de su país hace más de un siglo: “Sí: recapacitad: vosotros todos, cómplices del crimen, desde el más alto al más bajo: considerad lo que sois y lo que hacéis, y cesad de hacer lo que estáis haciendo. ¡Cesad, no por vosotros mismos, no por vuestra propia persona, ni siquiera por los hombres vuestros hermanos, ni para que dejéis de ser juzgados y condenados, sino por amor de vuestra propia alma y por el amor del Dios que vive en vosotros!” (“No puedo callarme”, Tribuna Penal N.º 1, 1983, pág. 138).
Por fortuna, ahora la Corte Interamericana de Derechos Humanos (que conoce de su caso desde julio de 2019), tras el aval dado por la Comisión, adelanta el juicio en el cual espera pronunciarse no solo sobre las violaciones a los derechos humanos de los cuales ella ha sido víctima, sino en torno a la falta de adopción de medidas adecuadas y oportunas por parte del Estado para protegerla y prevenir la ocurrencia de ese tipo de hechos. Este veredicto será histórico no solo por el desplante del Estado a la Corte, en atención a que el abogado que lleva su vocería se retiró de la Audiencia pública pretextando falta de garantías –aunque luego enderezó el camino y solicitó perdón–, sino porque este es el primer caso en el cual ese tribunal va a desarrollar estándares sobre las obligaciones positivas de protección, con enfoque de género, que los Estados deben adoptar para garantizar la seguridad de las mujeres cuando se encuentran en una situación de riesgo especial y desempeñan oficios como el que motivó las graves infamias denunciadas.
Damas como Bedoya Lima, entonces, no solo honran a todos los colombianos sino también al periodismo serio y comprometido que, por supuesto, la debe rodear y respaldar; ella es un ejemplo vivo para las generaciones actuales y su nombre esplendoroso quedará inscrito en los sitiales más altos de la historia nacional, por su tesón, valentía, coraje y pulcritud. Por eso, ante los desafueros infligidos no es posible permanecer indolentes y en silencio, su misión es la de todos; ella denuncia la violencia contra la mujer y con su movimiento “No es hora de callar” invita a vivir y a reír de nuevo, a transformar el dolor en floridas esperanzas porque –como dijo no hace mucho en una valerosa intervención pública– a las mujeres víctimas de la atroz violencia sexual “les roban la vida pero sobre todo les roban la risa”