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El Gato

hace 4 horas
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Por Lewis Acuña - www.lewisacuña.com

El niño entró a la tienda de mascotas y se acercó con firmeza al mostrador para preguntar por el gato ruso azul que siempre había querido, mientras su mamá buscaba espacio para parquear la camioneta.

—¿Cuánto cuestan los gatitos? —preguntó.

—Entre quinientos mil y un millón quinientos —respondió el vendedor, señalando hacia el fondo— pero solo tengo esos que son de seiscientos cincuenta.

El niño voltea mientras mete la mano al bolsillo. —Tengo trescientos. ¿me deja verlos al menos?

El señor sonríe y llama a la gata, que camina hacia él y las crías la siguen. Brincan, corren, se atropellan jugando. Todos menos uno. Había un gatito que venía rezagado, rengueando con torpeza.

—Quiero ese— señalándolo le dice sin dudarlo.

El vendedor, con voz lastimera le explica que no tendría sentido venderlo. El gatito había nacido con un problema en la cadera, siempre caminaría mal y nunca saltaría como los demás. —Si querés te lo regalo, no vale nada—. Era eso o el sacrificio.

El niño lo miró fijo. Sin expresión alguna de felicidad por el ofrecimiento. —No lo quiero gratis. Es tan valioso como los otros. Le doy mis trescientos ya y empezando mes vengo y le doy de a cincuenta hasta que lo pague completo.

—Pero no podrás correr ni jugar con él— le replica con sospecha.

—Yo tampoco corro muy bien... y él va a necesitar a alguien que lo entienda— le dice el niño, mientras se levanta lentamente la bota del pantalón y le muestra su prótesis.

Lo que para el comerciante de gatos era un “defecto”, para el niño era un espejo. Lo que parecía una limitación, era un lazo. Eso pasa todo el tiempo. Hay personas que juzgan por lo que falta, no por lo que hay. Son quienes miran la fragilidad como una resta, cuando muchas veces es la base de la conexión. Ese niño no vio un gatito cojo, vio compañía. No pensó en lo que no podrían hacer, pensó en lo que podían compartir.

Siempre es bueno recordar que la dignidad no depende de la perfección. Nadie es menos por lo que no puede, y todos necesitamos a alguien que entienda nuestras propias cojeras. Las visibles y las que ocultamos.

Aceptar la fragilidad del otro no es un gesto de compasión, es un acto de reconocimiento, porque todos, aunque lo podamos disimular, llevamos alguna grieta que nos acompaña. Un duelo que aún pesa, un miedo que nunca confesamos, una herida que aprendimos a ocultar. Cuando alguien nos mira desde ahí, desde la realidad compartida de no ser perfectos, nace algo mucho más sólido que la admiración, nace la verdad. Ese niño no encontró una mascota, encontró un reflejo. Ese espejo de patas torcidas y mirada frágil, descubrió lo que a muchos les cuesta toda la vida entender. El valor no está en lo que falta, sino en lo que somos capaces de reconocer.

No era el gatito el que tenía un problema. El verdadero defecto estaba en la mirada de quien lo creía sin valor.

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