La paz sigue siendo esquiva para Colombia. Los más ilusos creían que con el Acuerdo con las Farc, llegaría la terminación del conflicto armado. Ahora no son los montes los que arden sino territorios y pueblos que se lo disputan como botín de piratas, guerrilleros, cocaleros y mineros ilegales.
Los conflictos violentos reiniciados con fuerza 75 años atrás, parecen reciclarse. Nuevos actores con mayores armamentos, estrategias y cubrimientos territoriales, aparecen en escena. La paz se ha vuelto una entelequia.
Los clanes delincuenciales azotan a diez departamentos del país, con una red criminal de más de 3.000 integrantes, que se mueven en 124 municipios del país. Eso sostiene el informe de la Policía Nacional entregado al alto gobierno. Con su poder armado explotan grandes cultivos de droga y de minería ilícita. Corrompen y atemorizan la justicia. Asesinan policías a la manera como lo hicieron los carteles de la droga en la década de los 90 del siglo pasado.
El narcotráfico, y se ha vuelto una frase de cajón, sigue siendo el mejor combustible de la guerra. Con su producido no solo se compran armas sino conciencias. Se doblegan las frágiles instituciones del Estado. Y en su lucha territorial por el dominio y predominio de las áreas coqueras, siembran sangre, dolor, desesperanzas y desplazamientos forzosos para crear más incertidumbres y pavor. Arrasan con líderes sociales que luchan por emprender cultivos lícitos de pancoger para sustituir la siembra y explotación de coca. Y de encima, como para que no queden delitos sin cometer, reclutan jóvenes, todo dentro de un marco de nueva degradación de la violencia.
El país que aún recuerda las masacres del paramilitarismo y la guerrilla, se sobrecoge con su repetición por actores tan sanguinarios como lo fueron los primeros que pactaron la desmovilización con Uribe y los segundos, los que se quedaron por fuera del convenio de paz. Se rebobinan los métodos de tormentos a las víctimas y se reencauchan las violaciones a los derechos humanos. La paz se hace lejana.
Los gobiernos hacen lo que pueden, girando como corchos en remolinos creados por un Estado frágil. Carecen más de herramientas que de voluntad, para enfrentar con éxito estos desafíos de los grupos criminales. Saben, como la sociedad colombiana, que mientras no exista un Estado fuerte, eficaz, con la suficiente legitimidad que le dan las instituciones probas e idóneas que lo conforman, la lucha seguirá perdiéndose. Con un Estado débil, será más vulnerable la democracia de caer en manos populistas, evidente amenaza para el sistema de libertades en Colombia.
Y si a esto le sumamos la ya proverbial ineficacia de la justicia, el panorama no puede ser más incierto. Mientras la justicia no opere a plenitud, la corrupción y la impunidad, causadas por el miedo o la impudicia, continuarán como los mejores caldos de cultivo para que siga prosperando la violencia que parece no tener, por lo menos pausa, en Colombia