La geopolítica mundial está regida por la riqueza de los países. Los discursos, himnos, desfiles y demás actos simbólicos de sus líderes, aunque funcionales para consolidar apoyo local, son profundamente irrelevantes para el mundo exterior. Esto es algo bastante evidente, pensaría yo. No obstante, para una buena fracción de la opinión pública, sobre todo aquella más simpática con las utopías nacionalistas, esto parece difícil de reconocer.
Un ejemplo relevante de esto es la pérdida de autonomía de Hong Kong. Luego de ser entregado por los británicos a China en 1997, este último mantuvo la independencia práctica de la ciudad por cerca de dos décadas. Fue solo cuando el poder económico de China logró sobrepasar copiosamente al de Hong Kong que una anexión efectiva tuvo lugar (véase el infográfico). Poco han importado las protestas y discursos de los defensores de la autonomía hongkonesa.
Este caso es interesante porque pensar en sus orígenes nos lleva, de nuevo, a un contexto en el que las diferencias en la capacidad económica explican, claramente, la posición de los países en el juego político global. Antes de 1997, Hong Kong no era parte de China porque los británicos se apropiaron de ella luego de sus aplastantes victorias durante las Guerras del Opio a mediados del siglo XIX. Estas guerras fueron el gran símbolo de que la China imperial —ícono, por siglos, de riqueza y poder— había sido eclipsada por las naciones europeas que se habían enriquecido luego de la Revolución Industrial. Según datos de Stephen Broadberry, uno de los más respetados historiadores económicos del mundo, China generaba cerca del 35 % de la producción mundial hacia 1800, mientras que Europa occidental (incluyendo el Reino Unido), el 25 %. Para 1860, después de industrializarse, la participación de Europa occidental en la producción mundial había subido a cerca del 40 % y la de China pasó a ser menos del 20 %.
Entonces, no se trata solo de que los países pobres tengan menor influencia en las esferas de gobernanza global, se trata de que su estabilidad, su soberanía e incluso su integridad territorial están en permanente amenaza debido a su desventaja económica. La pérdida de influencia política y la vulnerabilidad militar, en el largo plazo, son resultados inevitables de un pobre desempeño económico.
Esto es algo que se debe tener en cuenta en épocas en que el decrecimiento económico se vende como una política deseada. Todos sabemos, incluso sus promotores, que el decrecimiento trae grandes costos internos. Un país con menos recursos tiene mayores dificultades para mejorar las condiciones de vida material de su población. Eso trae pobreza, enfermedad, violencia, etc.
Sin embargo, son pocos los que hablan de los costos externos de decrecer. El mundo es un lugar agreste; protegerse de la amplia serie de riesgos que vienen de afuera y aprovechar las limitadas oportunidades internacionales requieren poder, el cual depende directamente de la disponibilidad de recursos que genera la economía de un país. Entonces no nos equivoquemos, no importa que nuestros líderes hablen de ser potencia de lo que sea. Si la economía se deteriora, incluso si es meramente en términos relativos al resto del mundo, no se será potencia de nada. En el largo plazo, el deterioro económico de un país se traduce, ineludiblemente, en el deterioro de su posición en la esfera internacional