Por hernando uribe c.
Los santos son los difuntos, los difuntos son los santos. Una fiesta y una conmemoración que son lo mismo de distinto modo. Llamamos santos a nuestros seres queridos que vivieron en la tierra y viven ya en el cielo. Y son santos por lo que hicieron en la tierra dejándose llevar por la inspiración divina.
La fiesta de todos los santos y la conmemoración de los fieles difuntos nos ponen de presente la identidad humana. Todo ser humano está llamado a ser santo y todo fiel difunto es santo porque vive en Dios, pues, según San Agustín: “Después de esta vida, Dios mismo es nuestro lugar”. Y un iluminado escribió: “Orar por los difuntos es aprender como ellos a no desear más que a Dios, y encomendarnos a sus oraciones es reclamar para nosotros las gracias más puras de la santidad”.
Para los místicos, la muerte es un acontecimiento de amor. Para Jesús, morir es “pasar de este mundo al Padre” (Juan 13,1). Y Santa Catalina de Génova decía: “Cuando veo morir a una persona me digo: ¡Oh, qué cosas nuevas, grandes y extraordinarias está a punto de ver!”. Si mi oración diaria es relación de amor con el Padre celestial, en mi oración vivo ensayando mi muerte y mi resurrección.
Comenzamos el Padrenuestro diciendo: “Padre nuestro que estás en el cielo”. Por ser inespacial e intemporal, Dios no necesita un lugar para vivir. El Padre mismo es el cielo donde vive, es decir, Dios vive en sí mismo, el lugar donde vivirá todo difunto por toda la eternidad. Acontecimiento llamado visión beatífica, “porque lo veremos tal cual es”.
El hombre solo se puede comprender a partir de Dios, y solo viviendo en relación con Dios su vida es verdadera. Y esta relación con Dios incluye el hablar con Dios y el escuchar a Dios, en lo cual consiste propiamente la oración. Dios, que me habla en su lenguaje divino, que es sin ruido de palabras, merece de mi parte la máxima atención. Y así, cuanto más intensa es mi atención, más participo de la condición divina.
Sor Isabel de la Trinidad escribió: “Creo que he encontrado mi cielo en la tierra, pues el cielo es Dios y Dios es mi alma”. Que Dios sea mi alma es algo que rebasa toda fantasía. Por eso, siempre que oro, estoy anticipando el cielo en la tierra, y cuanto más intensa es mi relación de amor con Dios, más anhelo la muerte, gracias a la cual llego definitivamente al cielo, siendo así, a la vez, difunto y santo