Los trajes antifluidos son la peor derrota del coronavirus contra la estética. Mientras el tapaboca suprimió la individualidad del prójimo, esos horribles vestidos mataron el cuerpo. Y perpetraron la aniquilación en el terreno más sensible, la belleza.
Se observan por las calles unos bultos azules o verdes, desprovistos de siluetas. Caparazones inflados que transportan masas informes. Ocultan la gracia de los caminantes y los expulsan a las comarcas de la muerte donde pululan las almas. Allí las antiguas carnes desaparecen en su valor de objetos y sujetos del deseo.
Los antifluidos son el fracaso de los diseñadores de moda. ¿A dónde huyeron estos, abandonando su oficio en manos cavernarias? Así debieron de vestir a los condenados a pena capital en épocas oscurantistas. No hay necesidad de elegancia al pie del patíbulo.
Quienes diseñan y cortan las piezas de estos costales antivirales utilizan seguramente cuchillos de matarifes y dibujos inventados por Frankenstein. No se esfuerzan por cubrir de mínima elegancia las siluetas de quienes huyen de la peste. Para qué, si estos clientes tienen un esqueleto instalado en el órgano donde se asientan los miedos.
Los ataviados con los vestidos monstruosos escamotean la delicadeza merecida por los transeúntes de la ciudad pandémica. Son una ofensa a los ojos, un salivazo a la sensibilidad. No hay derecho a aguantarse el día entero a la familia disfrazada de piyama, para además soportar en la avenida a una humanidad desdibujada, uniforme y grotesca.
Los fardos ambulantes cobran apariencia de obesidad, esa comorbilidad que atrae el contagio. Como vuelven agria la atmósfera, golpean el instinto de vida de los demás y hacen bajar las defensas orgánicas naturales de la población. Son una tristeza que camina.
A duras penas uno adivina que dentro de los esperpentos de plástico, o de lo que sea que estén hechos, viaja un ser inteligente, tal vez una mujer que provocaría éxtasis colectivo. Forman una galería de condenados, sombras de una sola pieza, sin cintura, empacadas a empujones en semejantes globos aerostáticos.
Es de esperar que los trajes antifluidos no permanezcan como herencia fatigante de la pandemia. Que sean pronto desechados, que se diluyan como oprobiosa basura del oprobioso coronavirus .