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Por Luis Diego Monsalve - @ldmonsalve
A veces da la impresión de que en la Plaza de Bolívar se hubiera instalado un telón para una nueva versión de “los buenos contra los malos”. En un extremo, el Gobierno señala a los empresarios: “esclavistas”, “usureros”, “enemigos del pueblo”. En el otro, quienes arriesgan capital y talento para que la rueda de la economía siga girando se ven obligados a esconderse detrás de siglas y balances.
Conviene recordar una verdad elemental: la riqueza no la produce el Estado, la generan las empresas. Son ellas las que crean 9 de cada 10 empleos formales en Colombia, las que pagan la mayor parte de los impuestos que alimentan el presupuesto nacional y las que transforman materias primas en bienes y servicios que disfrutamos a diario. Sin esa maquinaria privada el fisco quedaría en ayunas y los programas sociales serían letra muerta. Resulta paradójico que, mientras el Gobierno critica a la “clase empresarial”, utilice sus impuestos para financiar su propia retórica.
Pensemos en casos concretos. ¿Cuántos recuerdan la calidad del servicio telefónico estatal en los años noventa (la excepción que confirma la regla: EPM), con líneas fijas que tardaban meses en instalarse y tarifas impredecibles? La apertura a la inversión privada multiplicó la cobertura móvil y redujo costos; hoy un campesino en el Cauca puede vender su cosecha por WhatsApp en tiempo real. Incluso empresas públicas convertidas en mixtas –pensemos en ISA – han ganado eficiencia bajo lógicas corporativas más rigurosas. Estos ejemplos prueban que, cuando la gestión se basa en meritocracia y disciplina financiera, el usuario es el principal beneficiado.
Esto no significa que el Estado carezca de un papel esencial. Hay ámbitos –justicia, seguridad, regulación sanitaria o ambiental– que difícilmente pueden dejarse al mercado. Nadie quiere un self-service de jueces, ni una policía por suscripción. De igual forma, hay bienes públicos –carreteras en zonas remotas, acueductos rurales, investigación básica– donde la rentabilidad social supera la privada y la intervención estatal es indispensable. El problema surge cuando el Gobierno intenta ser a la vez empresario y árbitro: se diluyen los incentivos, se disparan los costos y la politiquería se filtra por las grietas de la burocracia.
La narrativa antiempresarial también ignora que Colombia es un país de pequeñas y medianas empresas: más del 95 % de las unidades productivas son pymes familiares que, lejos de explotar a nadie, pelean a diario contra la informalidad, la inseguridad y la maraña tributaria. Demonizarlas no solo es injusto, es peligroso: ahuyenta la inversión, frena la innovación y, en última instancia, deja sin empleo al trabajador al que se pretende proteger. Atacar a quienes generan valor es la estrategia menos efectiva para reducir la pobreza.
Urge, entonces, cambiar el guion. Los empresarios no son villanos ni salvadores mesiánicos; son ciudadanos que arriesgan, fallan y vuelven a intentarlo. Necesitan reglas claras, estabilidad jurídica y un entorno donde el éxito deje de ser pecado capital. El gobierno, por su parte, debe centrarse en lo que sí podría hacer mejor que nadie: garantizar seguridad, diseñar regulaciones inteligentes y asegurar que los colombianos más vulnerables reciban los servicios que el mercado no cubre.
Colombia posee talento, recursos naturales y ubicación estratégica para convertirse en un hub de agroindustria sostenible, tecnología financiera y energía limpia. Pero ningún plan despegará mientras sigamos prisioneros de la retórica del antagonismo.
Quizá sea hora de reconocer que los héroes de la economía no llevan capa: facturan, contratan y pagan impuestos. También cometen errores y deben rendir cuentas. Pero sin ellos, el Estado sería un gigante con pies de barro.