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Sara Jaramillo Klinkert
Columnista

Sara Jaramillo Klinkert

Publicado

Manglares

Navego el manglar como quien navega la última grieta del mundo. La que divide el antes y el después; lo que fue y lo que vendrá. El bote es pequeño y endeble. Bastaría un simple estornudo para desestabilizarlo. El cauce es tan quieto que parece un espejo. El cielo se mira (¿se admira?) en él. Hay un ave diferente en cada rama. No todas se ven, pero todas están cantando. La canción de los pájaros es una canción antigua que va de pico en pico desde tiempos inmemorables. Las iguanas se asolean en silencio con una quietud prehistórica. Los micos colorados nos miran desde la copa del árbol más alto y nos arrojan pedazos de rama y semillas como recordándonos que no somos bienvenidos en su territorio sagrado. A lado y lado, las raíces flotantes de los manglares se alzan como piernas intrincadas. Ni aunque quisiéramos podríamos desembarcar en la orilla. De pronto el agua burbujea y nos preguntamos quién estará respirando al fondo, cuáles serán sus intenciones. No nos ponemos de acuerdo pero, por puro instinto de conservación, todos al mismo tiempo aseguramos las piernas dentro del bote haciéndolo zarandear peligrosamente. Una bandada de pericos verdes nos sobrevuelan con su algarabía; cualquiera habría pensado que se reían de nuestra vulnerabilidad. En territorio ajeno siempre somos frágiles.

He navegado el manglar varias veces y nunca tengo suficiente. La mente humana no puede asimilar tanta vida y tanta grandeza en un solo viaje. Tiene uno que ser muy diminuto o muy ciego o muy tonto para seguirse creyendo el centro del universo. Miro alrededor y pienso que así debió lucir el mundo cuando recién fue creado, antes de que lo pobláramos, antes de que lo alteráramos, antes de que nuestra catastrófica presencia arrasara con el 35% de sus manglares. Y aún así, sobreviven. La naturaleza siempre tan generosa. Solo pide que no la molestemos para reverdecer. Rara vez le hacemos caso. Por eso estamos como estamos. Los manglares que quedan absorben gran parte de la enorme cantidad de CO2 que producimos. Son extremadamente eficientes. Ningún artefacto humano tiene semejante capacidad. Se beben el exceso de sal para hacer más fértil la tierra que luego habremos de cultivar. Defienden la costa del ímpetu de las olas para que su zarpazo furioso no arañe la tierra ni arrase con las cabañas. Actúan como sala-cuna de miles de especies. Unas servirán después como alimento; otras ayudarán a mantener el equilibrio y la belleza del mundo. Peces. Loros. Cangrejos. Tortugas. Babillas. Tucanes. Lagartijas. Caracoles. Mariposas. Iguanas. Garzas. Quién sabe qué más especies que aún nadie ha visto ni ha nombrado.

Sigo navegando y veo botellas y bolsas plásticas flotando. ¿A quién diablos se le ocurre arrojar un pañal desechable a un manglar? ¿A quién? Al fondo gime una motosierra. Veo troncos talados. Veo una iguana con el vientre abierto retorciéndose sobre una piedra caliente. Veo una capa aceitosa cubriendo la superficie del agua. Veo pedacitos diminutos de plástico atrapados entre las raíces. Veo la estupidez humana en su estado más puro.

Tenemos en Colombia el cuarto lugar del continente americano en extensión de manglares, esto es, casi 300 mil hectáreas. Y no nos merecemos ni una sola de ellas

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