Apenas unas horas en Manila y es como si estuviera en casa. En una calle concurrida de San Salvador, en la caótica San Pedro Sula, en la cálida y colorida Cartagena o en la megalómana Panamá, con sus ínfulas coloniales del Casco Viejo. Recién llegado, acudo raudo al encuentro con la historia, a contemplar los más de tres siglos condensados en Intramuros, el centro histórico amurallado donde se encuentran la catedral —la nueva, porque los seísmos y los japoneses durante la Segunda Guerra Mundial acabaron con la original y sus réplicas—, la primigenia iglesia de San Agustín, el fuerte de Santiago y la Casa Manila. Vestigios todos ellos del pasado hispano que pervive en los apellidos de casi todas las familias filipinas, desde las más prósperas hasta las más humildes, en los nombres de sus calles o en los días de la semana y los números, que se pronuncian en filipino igual que en español, aunque con la grafía algo alterada. Y es que, aunque el inglés es la lengua oficial y lo habla la mayoría de los filipinos pudientes, el también llamado tagalo es la lengua más utilizada, salpicada de palabras españolas y locales.
La alegría y el bullicio que exudan las calles de Manila evocan las de cualquier mercado de Latinoamérica o España. La calidez de la gente hace el resto. Bueno es que, después de miles de galeones que surcaron el Pacífico de Balboa entre esta bahía asiática y Acapulco —que establecieron la primera ruta permanente de la globalización entre Asia, América y Europa—, permanezca el legado hispano, desde los menús de la comida local hasta el propio nombre del país, en honor del rey Felipe II, pasando por la unificación del mismo, ya que, hasta entonces, el archipiélago estaba en manos de un puñado de rajás y sultanes mal avenidos.
La conquista española, con episodios de lucha contra los piratas japoneses establecidos en la isla de Luzón, o las invasiones hispanas de Brunéi, Taiwán, Indonesia, las islas Molucas, Palau y Marianas, se centró finalmente en el control de las Filipinas, administradas desde el Virreinato de la Nueva España. De hecho, Filipinas no fue controlada desde Madrid hasta que se produjo la independencia de México. Con tanto roce surgió el cariño y por un 6 % de los filipinos corre sangre española y por un 15 %, criolla, principalmente mexicanos llegados con los españoles. De ahí que los rasgos de muchas de las mujeres filipinas se asemejen a los de muchas mesoamericanas. Hoy, Filipinas es, además, el único gran país mayoritariamente católico, con el 88 % de sus 110 millones de habitantes profesando esta confesión. La mayoría, por cierto, de forma ferviente.
Sirva esta ligera introducción para ir al meollo del asunto. Muchas veces he clamado aquí por la integración de Latinoamérica como unión comercial y económica. La más grande y homogénea que pueda existir, con una misma lengua y religión, tradiciones comunes y un cuerpo legal similar. Esa especie de “Commonwealth” hispana que pareció emerger a principios de siglo lleva estancada demasiado tiempo por culpa de los desvaríos filocomunistas paridos desde Cuba con la asistencia rusa. La “Unión Hispana”, a semejanza de la Unión Europea, podría ser una realidad mañana mismo y volvería a hacer florecer a sus miembros como nunca, desde estas Filipinas en las que me adentro por primera vez hasta Tierra de Fuego y Europa. Juntos somos imparables. Solo así podremos competir contra colosos, sin vasallajes .