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El Congreso del desatraso

Cuando la prosperidad se mira con sospecha, cuando el éxito se castiga y cuando la estabilidad jurídica se desdibuja, el país entero paga la factura.

hace 2 horas
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  • El Congreso del desatraso

Por María Clara Posada Caicedo - @MaclaPosada

Colombia llegará al próximo Congreso con una mochila pesada. No es retórica ni catastrofismo. Es la constatación de un país que perdió rumbo, que vio deteriorarse simultáneamente la confianza de los mercados, la seguridad ciudadana, la estabilidad energética, la calidad institucional, la infraestructura y la gobernabilidad territorial. Ningún ciclo reciente dejó tantos frentes abiertos. Ninguno exigió tanto del Congreso entrante.

La crisis no es solo de resultados. Es una crisis de método. Durante años, la política se dejó seducir por el dogma, por quienes creen que basta un decreto o un discurso inflamado para transformar la realidad. El país fue sometido a un experimento ideológico que confundió “voluntad” con “capacidad”, “intención” con “institución”, “narrativa” con “gestión”. El costo ha sido enorme: inversiones congeladas, proyectos aplazados, empresas huyendo, comunidades desprotegidas y un Estado atrapado en su propia parálisis.

En seguridad, retrocedimos una década. Los grupos armados ampliaron territorios, se desbordaron las economías ilegales y se debilitó la autoridad legítima. El país está más fragmentado, más vulnerable y más lejos de la promesa básica de cualquier democracia: Garantizar que los ciudadanos puedan vivir sin miedo.

En energía, la improvisación creó un riesgo que parecía impensable. La ausencia de señales claras, el desprecio por la técnica y las contradicciones en política pública generaron incertidumbre en un sector que necesita décadas de estabilidad, no cambios caprichosos cada domingo en la madrugada vía Twitter. Hoy enfrentamos la posibilidad real de racionamientos, tarifas inestables y una transición energética usada como eslogan, no como política seria.

En infraestructura, se frenó la ejecución. Se aplazaron tramos viales, se complicaron los contratos, se multiplicaron las trabas y se perdió disciplina en la toma de decisiones. La consecuencia es un país más lento, más caro, más desigual. Las regiones quedaron esperando soluciones que nunca llegaron.

Y en confianza, quizá el daño más grave. La idea de que el Estado es un adversario del que produce, del que invierte, del que innova. Cuando la prosperidad se mira con sospecha, cuando el éxito se castiga y cuando la estabilidad jurídica se desdibuja, el país entero paga la factura.

Por eso el próximo Congreso no puede ser uno más. No puede darse el lujo de la morosidad, ni de la tibieza, ni del miedo a confrontar los errores que nos trajeron hasta aquí. Tendrá que convertirse en el Congreso del desatraso, el que recupere el sentido de urgencia, el que entienda que cada mes perdido agrava la crisis y que gobernar no es experimentar sino corregir.

Este Congreso deberá reconstruir reglas, restaurar equilibrios, reactivar la economía, proteger la seguridad y volver a atraer inversión con señales serias. No puede limitarse a administrar la inercia. Debe reordenar prioridades, fortalecer instituciones, reducir al máximo burocracias y devolver al país la estabilidad que la izquierda erosionó con discursos grandilocuentes y resultados pobres.

La tarea exige claridad moral y rigor técnico. Exige comprender que la libertad se fortalece con responsabilidad; que el progreso nace del trabajo, la innovación y la confianza; y que el Estado existe para servir, no para asfixiar y mucho menos para convertirse en un ente paquidérmico, torpe e inmenso. Colombia no resiste otro ciclo de improvisación y verborrea sin propósito. Necesita un Congreso que vea la realidad sin romanticismos y actúe con la solvencia y valentía que el momento reclama.

Porque si este Congreso no acelera, Colombia se detiene. Y detenerse, hoy, sería un lujo que el país no puede pagar.

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