Aceptémoslo o no, el sufrimiento está aparejado a la condición humana. Aunque es un derecho y una obligación prevenir el dolor y evitar el sufrimiento (ya pasaron de moda los ascetismos masoquistas), la verdad es que el sufrimiento es compañero inseparable de la existencia. Puede ser un dolor pasajero o constante, llevadero o insoportable, ambulatorio o postrante, físico o espiritual, causado por la maldad ajena o sobrevenido simplemente por eventos naturales o fisiológicos incontrolables.
Hay que estar preparados para la desgracia, como hay que estarlo para la felicidad. Porque, si no, esta y aquella acaban por engullirlo a uno en su remolino. En realidad, es más difícil manejar la felicidad que la desgracia. Esta, llámese dolor o sufrimiento, no da más opciones que agarrarse, como el náufrago, a una tabla de salvación. La felicidad, en cambio, le entrega al hombre el timón sin rumbo de sus propias e insaciables apetencias que, ante una imprevista tempestad, harán zozobrar la nave. Es más. Casi puede decirse que muchos sufrientes o dolientes hoy no son sino sobrevivientes de una felicidad anterior que naufragó. Y, paradójicamente, hay muchos seres cuya felicidad interior y espiritual se da en medio de los sufrimientos y las desgracias.
Así como el sufrimiento purifica y limpia, la mejor manera de prepararse para cuando llegue es ir limpiando el alma de las turbulencias anímicas y sentimentales que pueden convertir el dolor en una tortura. No se trata de una resignación endeble o de un mustio fatalismo, sino de una iluminación de esperanza que puede hacer soportable lo insoportable.
El dolor, el sufrimiento, la enfermedad, por lo demás, tienen un sentido existencial. Así como el destino del hombre está marcado por sus limitaciones, también la enfermedad, el dolor, la desgracia son un componente esencial de ese destino, aunque de momento parezcan un absurdo inaceptable.
El poeta y escritor español Anselmo Donázar, en su excelente libro Meditaciones teresianas, publicado a mediados del siglo pasado, en el que dedica un capítulo al papel de la enfermedad en Santa Teresa, dice que “la enfermedad es el aguijón de la criatura. Un hombre sin enfermedades sería un hombre sin ansias, vitalmente improductivo y sin contacto con lo trascendente”. Y concluye: “Una enfermedad le está bien al hombre. El problema es encontrar la propia, la que condiciona, define y concreta el proceso existencial, la que le libra de las demás enfermedades. Encontrar esa enfermedad es encontrar la propia vida y la propia muerte”.
El tema es interesante e inquietante. Y está de moda ahora por delicados aspectos de la condición humana, como, por ejemplo, la eutanasia y el llamado suicidio asistido. Que no hay que mirar con el horror del que anatemiza, sino con la visión solidaria y solidarizante que deben tener tanto los médicos como los agentes de la salud y quienes, desde una misión religiosa y espiritual, acuden al lecho de un enfermo. Por quienes lo acompañan, sean parientes o profesionales, en su enfermedad, en su agonía y en su muerte. Volveremos sobre el tema