El título de esta columna pertenece en parte a un libro escrito por la mexicana Cecilia Ruiz* en el que compendia historias reales de vidas truncadas, relatos trágicos e irónicos, supremamente curiosos, que cuentan en muy pocas líneas la forma como murieron algunos pensadores, escritores, monarcas y desconocidos, desde la Antigüedad hasta nuestros días.
Como suele pasar con los libros cuando no se buscan, este apareció en una visita reciente a una librería e impuso su presencia. Así de repente se reveló el momento de la muerte de Dracón, un legislador ateniense “que se asfixió bajo un montón de túnicas que le lanzaron como regalo en señal de gratitud y admiración”. O el de Hans Steininger, alcalde de una población austriaca que, intentando huir de un incendio en su ciudad, se partió el cuello al tropezar con su propia barba (su bigote medía metro y medio). Y qué tal la partida del rey de Suecia Adolfo Federico, quien murió de complicaciones digestivas después de un festín opíparo en el que remató con 14 raciones de su postre favorito (un pastel servido en una vasija con leche caliente).
Pensar en estas muertes tiene su punto de humor negro. Porque, por más inapropiado que pueda parecer, la invitación es a no contemplarlas desde la moral, sino desde la ironía. O, si no, cómo se puede entender la historia de José Luis Ochoa, un hombre que en el 2011 fue acuchillado hasta la muerte por su propio gallo durante una pelea ilegal en California; los espolones de metal que le había puesto al animal fueron el arma homicida.
Luego está lo inexplicable, lo que deja espacio para muchas conjeturas, lo que abre posibilidades infinitas a la imaginación. Por ejemplo, la extraña tragedia que vivió un equipo de fútbol visitante en la República Democrática del Congo cuando al caer un rayo durante el partido todos murieron, mientras que cada uno de los jugadores del equipo local salió ileso.
Y para muertes con mensajes que dan mucho en qué pensar, está la de Sonny Graham, un estadounidense de 57 años a quien le trasplantaron el corazón de un suicida. Él se casó con la viuda y casi diez años después murió de la misma forma que el donante...
El tema de la muerte, abordado de esta forma tan peculiar como lo presenta Ruiz, es digno de entrar en ese tipo de escritura que inauguró Jonathan Swift, a quien han definido como el “inventor de la broma feroz y fúnebre”. Porque siempre hará falta un poco de humor para acercarnos a la última despedida
* “El Libro de las Muertes Extraordinarias”. Cecilia Ruiz. Editorial Avenauta.