Había una vez una radio que valoraba la voz humana como elemento esencial. La potencia eufónica, la claridad de dicción, la elegancia en el uso de la palabra, la versatilidad anímica y, en fin, otras cualidades primordiales eran condiciones sin las cuales a nadie se le permitía hablar por un micrófono y llegarnos a los oyentes de entonces, admirados con los prodigios del máximo instrumento sonoro de la Creación. Alberto Munker personificaba esas dotes. Para mí, no ha habido un lector de noticias que lo supere, así mantengamos presente una lista ejemplar de personajes que marcaron desde los cincuentas del siglo pasado la época dorada de la radiodifusión.
Mi devoción por la radio, por la buena radio, quedé debiéndosela en buena parte a Munker, desde cuando fuimos condiscípulos en el Liceo Antioqueño. Aquel adolescente discreto, respetuoso, buen estudiante, que algo nos aventajaba en edad y estatura, pedaleaba desde Boston hasta Robledo en su bicicleta cachona anaranjada, la misma que los sábados por la tarde me prestaba cuando estudiábamos en mi casa de San Benito.
En semana, Hugo Alberto empezaba a trabajar en Radio Reloj, en Maracaibo, en seguida de la Clínica Medellín. Desde la acera podía vérsele a través de la pared de vidrio mientras ponía música en el tornamesa y movía perillas de la consola para dar la hora o decir un mensaje social. Era un espectáculo ver al compañero en ese oficio tan magnetizante.
Hugo Alberto Munker Mondule se instaló después en Bogotá, donde siguió su carrera universitaria y atraía la millonaria audiencia de Nueva Granada de RCN. Voz fuerte, pausada, espontánea, sin salidas de tono ni imposturas irritantes, con ritmo y esmero notorio por el buen decir. Ante todo, el buen gusto de la buena radio.
A comienzos del decenio de los setenta me tocaba locutar Radiosucesos RCN en Medellín y recibirle el cambio con el ¡Aquí estamos! protocolario. Después lo veía casi a la medianoche en Telesucesos A3 y en blanco y negro. Luego fui su oyente noctívago de la Deutsche Welle, la Voz de Alemania, donde trabajó largos años desde el servicio latinoamericano.
Nos reencontramos hace unos años, cuando estuvo algunos días en Medellín con su esposa Iuta. Se encantó con esta maravilla natural y humana del Quindío y estuvo a punto de adquirir un terreno precioso en Salento, pero se lo impidieron los altísimos impuestos. Ya casi retirado, se acomodó como uno de los 400 habitantes de Collonges, un pueblo medieval de Francia a donde me invitó y pensaba ir un día de estos para superar los poco frecuentes encuentros virtuales por el Messenger y rememorar los días juveniles del Liceo, de su tarea todavía precoz en Radio Reloj y de las tardes sabatinas en que me prestaba su bicicleta. La voz única, inimitable, portentosa, de Munker, sigo oyéndola en la memoria. Se apagó, pero vuela por el éter como una psicofonía