Sonaba al empezar la noche, antes de retirarse cada fraile a su celda para el reposo nocturno. Se tecleteaban tres veces unas tablillas y luego, desde la penumbra de una esquina del corredor conventual, surgía una voz casi de ultratumba: “De la muerte nadie escapa / ni el rey, ni el rico, ni el Papa”.
Me lo recordaba estos días el padre Nicanor, mi tío. Se le había quedado grabado de un tiempo que pasó en el noviciado de los carmelitas en Villa de Leiva. “Y entonces, hijo, la soledad, el silencio y la noche se venían encima, como una inmensa losa mortuoria cubriendo una tumba”.
Es ese ineludible pensar en la muerte, en la eternidad, en la fugacidad de la vida lo que se me ha venido también a mí encima durante estos largos días de honras fúnebres en recuerdo, en memoria o en olvido de la reina de Inglaterra tras su fallecimiento.
Era apenas natural que Isabel II se muriera ya casi centenaria y después de siete décadas en el trono. Si alguna cosa no han logrado los faraones, reyes y emperadores, es ser eternos. Es la gran lección que dejan los sarcófagos egipcios y las tumbas reales en los templos europeos o en otros lugares sagrados de tantas regiones del mundo.
Y es lo que tal vez tampoco queremos aceptar nosotros en estos comienzos del tercer milenio (Que hasta la palabra milenio, se me ocurre, tiene sabor de realeza, de poderes sempiternos). Lo que, a la postre, la reina Isabel II nos va a enseñar con su humildad real y su dulce mediocridad silenciosa (sea dicho con respeto y veneración) es que lo que feneció con su muerte fue la realeza misma. Que llegó el fin histórico de reinos y aristocracias. Que ya no va más el poder absoluto, aun en sus más bellos y nobles símbolos (casi siempre no tan nobles, la verdad sea dicha).
El rey Carlos III va a ser apenas un mascarón de proa arrastrado por el naufragio inminente no solo de la monarquía inglesa, sino de todas las monarquías que aún perduran en el mundo y que, tarde o temprano, una detrás de otra, se tragarán las turbulentas olas de la historia. No es que los reyes sean malos ni las realezas no nos gusten y deban desaparecer; lo que pasa es que el poder, la gloria, la riqueza, la prepotencia y el orgullo siempre se acaban, son fugaces y finitos.
“Pura vanidad, hijo”, concluyó el padre Nicanor. Y se alejó musitando una jerigonza en griego: “Mataiótes mataiotéton, kai pánta mataiótes”, que traducida, para legos y desconocedores, no es otra cosa que el texto del Eclesiastés (1, 2) que se les quedó en la memoria a muchos sacerdotes de cuando aprendieron griego en la gramática de Goñi: “Vanidad de vanidades y todo vanidad”.
No alcancé a decirle al tío, para que se fuera escandalizado (y de eso hablaré otro día, aunque me excomulguen), que a mí no me gustan ni la imagen ni la devoción a Cristo Rey, ni sentirme súbdito y vasallo de su reinado. Que, resulta consolador, no es de este mundo. A Dios gracias