Fue impactante ver el pasado lunes la catedral de Notre Dame en París en llamas. También fue conmovedor ver a muchos transeúntes congregados cerca de su querida iglesia, viéndola consumirse por el fuego devorador mientras entonaban algunos cantos religiosos. Los videos se hicieron virales. Y aunque muchos solo ven a Notre Dame desde el punto de vista cultural e histórico, (o solo como el hogar de Cuasimodo), el pasado lunes parecía que los parisinos estaban desenterrando las raíces católicas tan profundas de este país que en los últimos años ha apostatado del tesoro de la fe, (como ocurre en el resto del Antiguo Continente).
Se quemó gran parte del techo, se vino abajo la imponente aguja, la catedral quedó llena de cenizas por dentro, pero alegra muchísimo ver que tesoros muy preciados se salvaron de ser consumidos por el fuego: en primer lugar, el sagrario con las hostias consagradas (el mismísimo Cuerpo de Cristo). La túnica de San Luis IX, el altar y la cruz principales, algunas obras de arte como La visitación de Jean Jouvenet (1716) y Santo Tomás de Aquino de Antoine Nicolás (1648). Las (según la tradición) reliquias de la Pasión de Cristo, incluyendo la corona de espinas y uno de los clavos en los que Jesús estuvo atado a la cruz. También los tres rosetones que engalanan esta construcción, los campanarios y su estructura principal. Todo ello gracias a la rápida y heroica labor de los bomberos, el cuerpo de seguridad y de una exitosa cadena humana.
Y así como fuimos testigos del incendio que estuvo a punto de destruir a Notre Dame, muchos vemos con conmoción las llamas que hoy también consumen a la Iglesia Católica. Un fuego purificador en el que desaparece el buen nombre de algunos agentes pastorales (desde laicos hasta cardenales pasando por sacerdotes, obispos y fundadores de nuevas comunidades) que en su momento parecían pilares fundamentales de la construcción de la Iglesia del siglo XXI pero que se vinieron abajo con su mal comportamiento y con el escándalo que esto ha desatado. Los efectos colaterales parecen extenderse como las llamas que estuvieron a punto de acabar con la catedral de París. Pero de la misma manera, se conservan los tesoros de la fe que ningún incendio puede quemar como son la Eucaristía donde Jesús está presente en su cuerpo y su sangre, la Palabra de Dios, como es el ejemplo de tantos hombres y mujeres en todo el mundo que se entregan día a día a Dios, teniéndolo presente y llevándolo en todas sus obras. Ellos son los pilares que de manera silenciosa sostienen la Iglesia y perpetúan una fe de más de 2000 mil años que ha llenado de sentido la vida de muchas personas.
Notre Dame quedó quemada, es triste ver las cicatrices en sus muros y las machas en sus esculturas. Es duro verla destechada y desagujada. Pero no quedó calcinada. Su estructura se mantiene. La Iglesia católica se ve debilitada por el mal que han hecho varios de sus líderes. Han dejado cicatrices como la desconfianza y desprestigio, pero su estructura principal permanece porque aún hay muchos hombres y mujeres que creen en Cristo y hacen vida esta fe. Porque Él mismo dijo “las puertas del infierno no prevalecerán sobre ella” (Mt 16, 18).