La primera vez que tuve contacto con la Odisea tenía trece años. Mis padres me habían mandado a un internado en Estados Unidos para que hiciera el primer año de bachillerato. Como la menor de cuatro hermanas, menor por mucho, había crecido en un ambiente de sobreprotección que no me estaba preparando para el mundo. Quedarme en ese colegio sola fue un trago amargo. Fue la primera vez que tuve un nudo en la garganta, que sentí que tenía que tragarme las lágrimas para no quebrarme y que aprendí que vivir es un camino desconocido al que te lanzan sin que tengas demasiada opción sobre las circunstancias. Los primeros días en ese internado fueron terribles para mí.
Mi nivel de inglés era superior al de las demás alumnas extranjeras, así que no calificaba para el programa de inglés como segundo idioma. Lo malo era que tampoco lo dominaba lo suficiente para entender a fondo las clases que me habían asignado. Mi posición era de total desventaja en el salón. Pasaba horas de clase en las que no entendía nada. A veces sentía que los profesores me estaban leyendo jeroglíficos. No hacía la tarea porque no la entendía. Hasta que el profesor de inglés y literatura nos hizo leer La Odisea.
El texto de La Odisea en inglés todavía es un infierno para mí. Es largo. Complicado. Y estoy hablando de una versión escolar. Me ponía a leer por las noches, pero lo que retenía era mínimo. En cada clase el profesor volvía a narrar, en una versión oral y adaptada, la historia. Entonces lo leído cobraba sentido y el libro se transformaba como por arte de magia. No sé cuál es el fenómeno neurológico, científico, médico, que explica por qué yo con mi inglés pésimo empecé a entender con tanta claridad esos recuentos, hasta el punto que he perdido recuerdos de aquella época, menos esas clases, menos algunos pasajes de La Odisea en inglés. Es que poco a poco las explicaciones de mi profesor, el Dr. Paul Bergan, me llevaron hasta el barco de Odiseo.
Yo estaba junto a Odiseo. Yo fui con él al país de los Lotófagos. Yo hablé con el alma de Agamenón y le hice un truco a Polifemo, el cíclope, hijo de Poseidón que se comió a mis guerreros aterrados y desnudos en una cueva. Yo escuché el canto de las sirenas, amarrada al mástil de mi barco, sabiendo que de no lograrlo lo perdería todo.
Las aventuras me hicieron sentir que estaba cerca de Odiseo, pero lo que me hizo sentir que yo era Odiseo fue Ítaca. Esa ítaca que nació poco a poco dentro de mí. Mi hogar. Lejano. Difuso. Aprendí entonces lo que era añorar sin que pudiera ponerle un nombre al sentimiento. Aprendí a soñar sin que pudiera definir qué era aquello de cerrar los ojos y poblar un universo propio usando los recuerdos y creando el futuro en un lugar difuso al fondo del alma.
Ítaca nació en mí. Yo también nací en ella. Entre el recuerdo del olor de las sábanas de mi casa, el abrazo de mi mamá cada vez que volvía a verla, la música que me recordaba a mi país y todos los libros que comencé a leer y las cosas que aprendí fue apareciendo un país imaginario. Soñaba con el amor. Con la independencia. Soñaba con un puerto hecho a mi medida, a dónde llegar y sentir que esa era la felicidad. Cuando el libro se acabó y pasamos a otra cosa yo ya me había embarcado y no había retorno. Entonces no pude darme cuenta pero me había vuelto un alma vieja.
Sigo siendo Odiseo no sólo porque vivo lejos de mi país. No es cuestión de distancia. Es la historia de un viaje. Es la historia de una guerra. Son los monstruos y las batallas que están dentro de mí y también las de otros hombres. Las de las emociones. Las de la sangre. El regreso a casa no se trata de volver a pararte sobre un terreno llamado hogar. El regreso a casa se trata de encontrar algo y salir a buscarlo confiando en la combinación entre fortuna y voluntad. Regresar a casa no es otra cosa que salir en búsqueda de tu destino.