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P. Hernando Uribe
Columnista

P. Hernando Uribe

Publicado

OTRO REALISMO MÁGICO

Por hernando uribe c., OCD

hernandouribe@une.net.co

Los grandes maestros del realismo mágico nos tienen acostumbrados a vivir de ensoñaciones, fuera de la realidad. “Nadie ve tu corona de cristal, nadie mira / la alfombra de oro rojo / que pisas donde pasas, / la alfombra que no existe” (Neruda). Poner la realidad al servicio de la fantasía es como volar sin alas, mirar sin ojos, caminar sin pies. El lector del Evangelio se encuentra con un realismo mágico de dimensiones opuestas.

El evangelista Juan es maestro consumado de un realismo mágico, que pone la fantasía al servicio de la realidad, como aparece en el capítulo noveno, donde un ciego de nacimiento manifiesta una personalidad firme y clara, que descubre, lleno de felicidad, que tiene ojos en el cuerpo y también en el alma, gracias al encuentro con un maestro consumado de los caminos interiores, que le enseñó a ver al Invisible.

Ese maestro se le revela así: “Mientras estoy en el mundo, soy luz del mundo” (Jn 9, 5), y prueba con hechos su afirmación. Escupe en tierra, hace barro con la saliva y unta con el barro los ojos del ciego, y así, el que no ve comienza a ver lo terrestre y lo celeste. El desconcierto es total.

A Jesús, sanador y salvador, lo distingue el cultivo solícito de su relación de inmediatez de amor con su Padre, de donde le viene todo su poder sanador y su señorío sobre las personas y las cosas, hasta poder identificarse así: “Yo soy la luz del mundo, quien me sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (Juan 8, 12).

Cuando pienso en el ciego de nacimiento a menudo me quedo sin palabras, y cuanto más lo pienso más crece mi asombro. No alcanzo a imaginarme qué significarían para el ciego los ojos, y, más aún, la luz. ¿Para qué ojos sin luz o luz sin ojos? Y menos soy capaz de imaginarme qué sentiría este ciego curado por Jesús.

San Juan de la Cruz tiene unos versos arrobadores. “Descubre tu presencia / y máteme tu vista y hermosura”. El místico anhela morirse a la vista de la hermosura del amado. “No le puede ser al alma que ama amarga la muerte, pues en ella halla todas sus dulzuras y deleites de amor”.

Este ciego tuvo la fortuna de ver, mirar, admirar, atisbar y contemplar a Jesús como “un profeta”, “el Hijo del hombre”, y postrarse ante él diciendo: “Creo, Señor”. El capítulo noveno de Juan es una página inmortal de la literatura y de la mística.

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