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Ernesto Ochoa Moreno
Columnista

Ernesto Ochoa Moreno

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Para conjurar la desesperanza

Por Ernesto Ochoa Moreno

ochoaernesto18@gmail.com

Todo parece confabularse contra la alegría. Al anochecer uno tumba sobre el lecho, como un fardo, no solo el cuerpo cansado, sino también la ruda experiencia de un día acribillado por malas noticias, por miedos e incertidumbres, por los sinsabores diarios. Una zozobra que no se apacigua suficientemente con el sueño y hace del amanecer siguiente un muro contra el que se estrellan las ansias de serenidad, las ganas de vivir.

Nos pasa a todos. Hay un aire de depresión golpeando las ventanas, arrastrándose por las calles, acechando en cada esquina. Es un confuso desencanto que se le monta a uno en el carro, como una mascota impertinente, o se le enreda entre las piernas y le ladra a cada paso que da. Se tronchan los diálogos, se enfrían las caricias, se distancian los cuerpos y las almas. De pronto todo se vuelve mustio, triste, gris. Se pierden las ganas de vivir.

Y sin embargo, a pesar de todos los pesares, aún es posible la alegría. Es más, solo queda la alegría como tabla de salvación en medio del naufragio. Se trata de, a la vuelta de las tristezas y las amarguras, abrir un resquicio a la serenidad que brota de los seres que nos rodean, de las cosas que conforman nuestro entorno cotidiano, de los mil milagros inesperados que, como mariposas leves, vuelan a nuestros pies en cada paso que damos por la vida.

Esa es la verdadera alegría. La que cura. No la alegría de las carcajadas (aunque la sonrisa, la risa limpia y jocosa es la mejor rúbrica a una alegría), ni la de los estruendos y los ruidos, ni la de los triunfos del egoísmo, casi siempre a costa de los demás. Ni la falsa tranquilidad que dejan las evasiones y las mentiras. No, sino la alegría de saber mirarlo todo con ternura, aun aquello que nos hiere.

Siempre habrá un paisaje frente al cual descansar de las asperezas del camino. Siempre habrá unos ojos donde serenar la propia mirada agobiada. Siempre habrá un rostro que nos regale comprensión y acogida. No faltará nunca, aun al borde del precipicio, una mano que nos salve. La mano de la persona amada, de un amigo, del más inesperado samaritano. La mano, tal vez, del mismo Dios. No es cuestión ni siquiera de pedir ayuda. Es ser capaces de dejarnos ayudar

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