Se había ido, pero todavía estaba allí. Todavía estaba en el aire su ausente presencia. Porque la vida es un juego de ausencias y presencias. O de ausentes presencias.
La vida, quiero decir, es un proceso de separaciones, de distanciamientos. Desde el nacimiento, primer gran desgarramiento, hasta el morir, que es la ausencia definitiva y que propicia un nuevo y también definitivo nacimiento, el ser humano está marcado por las ausencias.
Hay que reconocer que es un triste destino, pero no se trata de angustiarse en una esgrima de ausencias y presencias, sino de adentrarse en una esplendorosa vivencia de “presencias en la ausencia”. Ahí está el meollo, porque ahí está la clave espiritual y teológica para trascender lo físico, lo emotivo, lo caduco, lo transitorio.
La “presencia en la ausencia” es una expresión usada por el teólogo francés Xavier Léon-Dufour al hablar sobre la Resurección; dice que el Espíritu Santo es una “presence dans l’absence”. Una presencia en la ausencia. El Espíritu es la ausente presencia de Cristo y por eso es nuestro consuelo. Por algo al Espíritu Santo lo llamamos el Gran Consolador. Vivir “la presencia en la ausencia” del ser querido que se murió, que se fue, que desapareció, que el destino —o Dios, para los creyentes— ha alejado de nosotros es tal vez el único consuelo que redime el dolor de las separaciones definitivas. Y lo que nos motiva a seguir siendo fieles a la vida.
Vivir la presencia en la ausencia —es decir, buscar en las separaciones la dimensión espiritual, mística, no necesariamente religiosa, aunque mejor si tiene el condimento de una fe— es también la clave del perdón, de un perdón sin el cual la separación llevaría a la rebeldía, a la venganza, a los rencores irredentos, a la blasfemia.
Entonces, hay que entenderlo así, la vida es un largo aprendizaje de desprendimientos y separaciones, un entrenamiento para la ausencia final. Hay que vivirlo a fondo, con la ternura del amor humano a flor de piel, con el sabor salobre del misterio en el hondón del alma: los que se van, se distancian, se silencian o se mueren, siguen presentes en la ausencia.
P. D.: Versos de la poesía mística española, que también paladeó Santa Teresa, a quien se atribuyen y que bien pueden servir para acompañar un buen morir: “Ven, muerte tan escondida,/ que no te sienta venir,/ porque el placer de morir/ no me vuelva a dar la vida”