Por P. Mario Franco S.J.
¿Cómo podríamos celebrar Pentecostés hoy, cuando esto implica perfecta alegría por la presencia plena del Espíritu de Dios en el mundo? Quizá resulte conveniente considerar esta afirmación o interrogante con una mirada clara al mundo y la Iglesia hoy.
La experiencia y vivencia del Espíritu Santo en el mundo de hoy, creo que tendríamos que decirlo claramente, es frágil, casi nula. El mundo de hoy se lee –el mismo- desde la ausencia de Dios. De hecho, desde muchos frentes, esto se confiesa como uno de sus mejores logros. No es el Espíritu (Santo) de Dios, sino el espíritu del hombre en su plena independencia, el que orienta y rige el destino del mundo y de los hombres hoy.
Incluso en la(s) Iglesia(s) como comunidad creyente, esta presencia del Espíritu (Santo) de Dios es muchas veces superficial y mediocre. Como en todo, incluyendo lo esencial, vivimos en la superficie, volcados hacia “afuera” de nosotros mismos; hacia lo exterior. Vivimos en la corteza del árbol de nuestra vida; mejor dicho: apenas sobrevivimos a un mundo agitado y ruidoso, pasajero y deslumbrante; pero sin ninguna dimensión de fondo, trascendente. Todo se desarrolla en la superficie. Un mundo a flor de piel, sin asomo de profundidad o interioridad. Un mundo intrascendente y fugaz, incapaz de dejar huella, donde todo, absolutamente todo “pasa”, (y pasa de todo). Mundo que ya no sabe, ni recuerda del Espíritu (Santo); del desarrollo de la vida del Espíritu de Dios, que acontece como misterio, desde lo interior.
Un mundo que habla mucho..., porque no escucha. Todo sale de nosotros y nada retorna; nada entra al no tener espacios ni tiempo para lo “interior”, para el silencio y lo esencial; lo verdaderamente humano por espiritual y trascendente. Por eso inquieta tanto, celebrar Pentecostés en estos tiempos. Celebrar la llegada del Espíritu (Santo) de Dios al mundo, para hacer nuevas todas las cosas..., realizando una nueva creación: cielos nuevos y tierra nueva. Recreando la faz de la tierra, dando origen a la comunidad creyente, la vida de la Iglesia. ¿Qué nos queda de esta celebración? No será que este cuidado “no esencial” que nos llevó a salvar la ostentación, el ruido y la pompa de nuestros ritos humanos y litúrgicos: deslumbrantes y pasajeros; que nos llevó a vivir vacíos y fuera de nosotros mismos, como controlados por “Ideologías”, “Teologías” que llamamos de “sana doctrina” para la ortodoxia; en realidad, sin rasgos de vida interior o libertad, son los equivalentes actuales de la presencia del espíritu del mal, que nos ha alejado del verdadero Espíritu de Dios. Auténtico Pentecostés. Desde un corazón anhelante de vida y salvación, deberíamos clamar con fuerza interior: “Ven Espíritu de Dios, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y renueva la faz de la tierra. Déjanos volver a nuestro mundo interior, al silencio y la escucha, para sentir y reconocer los efectos de tu nueva vida en nuestra transformación, nuestra salvación.