Un caballo hambriento y cansado se desplomó en pleno malecón de Guatapé el fin de semana pasado. No es la primera vez. Vienen desplomándose en Marinilla, en Cali, en Medellín, en Cartagena, en Caucasia, en todos lados, con más frecuencia e impunidad de la que imaginamos. La noticia me recordó cuando viajé a Egipto con quince desconocidos y nos subimos a una carroza tirada por camellos. Daba pena verlos: flacos, sumisos, cansados, llenos de peladuras, de heridas supurantes y de pulgas. Todos abordamos la carroza con un
sentimiento de incomodidad que nadie se atrevió a expresar. Todos, excepto Antonia. Hasta ese momento no había reparado en ella, pese a que llevábamos varios días viajando juntas. De lejos era la menor del grupo. No sumaba ni trece años. Era española. Dijo, con una convicción que todos envidiamos, que no iba a subirse a la carroza porque los camellos estaban muy maltratados. Preguntó hacia donde íbamos y empezó a caminar hacia allá. Su padre, apenado, pidió excusas al grupo, se bajó de la carroza y caminó junto ella. Una cuadra
más adelante su madre hizo lo mismo. Luego se hermano. Otra más, y me bajé yo. Y así se fueron desocupando las demás carrozas, cuadra tras cuadra. Los guías se cansaron de rogarnos. Los camelleros se aburrieron de perseguirnos. Todos los del grupo avanzamos en medio de un silencio que gritaba muchas cosas.
La cadena de maltrato animal es exactamente igual en Egipto, en Colombia y en muchas otras partes del mundo. Hay oferta porque hay demanda y hay demanda porque hay oferta. Los supuestos entes de control brillan por su inoperancia. La impunidad es pan de cada día. Aún así, creo que ni los traficantes ni los maltratadores ni las autoridades son los únicos culpables. Todos lo somos en alguna medida. Estoy segura de que hoy siguen llegando hordas de turistas a Cartagena y a Egipto a abordar carrozas tiradas por animales que después enfermarán y morirán para ser remplazados por otros que correrán la misma
suerte. La situación no va a cambiar y no creo que lo haga en el mediano plazo. Tiene que haber alguien que, teniendo todas las de perder, no se resigne a aceptar lo establecido. Alguien como Rosa Parks, quien siendo negra, se negó a cederle el puesto del bus a un blanco sin saber que iba a desatar un movimiento antirracista sin precedentes. Alguien como Antonia, quien siendo una niña, logró gestar un cambio al menos en sus compañeros de viaje.
Mi generación fue importante para crear conciencia sobre estos temas, sin embargo, siento que nos quedamos en la fase de queja. No actuamos. No movimos ni un dedo. Pregonamos la idea del reciclaje, pero no revisamos nuestra propia basura. Es más fácil señalar las fallas en los demás, sin abandonar comodidad del sillón. La generación que viene, en cambio, no se sienta a esperar que otros solucionen los problemas pues sabe que las revoluciones que verdaderamente importan, empiezan dentro de cada uno y se libran a punto de pequeñas acciones. Ojalá mejoren el desastre que les legamos.