Sebastian Edwards, el conocido economista chileno, tiene una cruda descripción del populismo como un movimiento político que es liderado por individuos con fuertes y carismáticas personalidades, cuya retórica habla de las causas y consecuencias de la desigualdad. Los líderes populares son nacionalistas, y confrontan los intereses del pueblo con aquellos de las élites, las grandes firmas de inversión, bancos, empresas multinacionales, inmigrantes u otras instituciones externas como el Fondo Monetario Internacional. Los populistas acuden directamente a las masas. Tienden a evadir a los partidos tradicionales y muchas veces crean sus propios movimientos políticos. Los líderes populistas muestran ambivalencia o a veces franca oposición frente a la democracia representativa y en su lugar exhiben un carácter autoritario (Edwards, S. 2019, On Latin American Populism, and Its Echoes around the World, Journal of Economic Perspectives).
Esa caracterización es útil para describir, en general, a los populistas en América Latina. Sin embargo, Edwards sostiene que hay que diferenciar entre los populistas clásicos y los nuevos populistas. Los primeros, en su mayoría llegaron al poder con violencia y salen de él por los mismos medios. La mayor parte gobernó antes de 1990, con la excepción de Venezuela y Nicaragua. Estos últimos casos se definen como populismos clásicos porque siguen el camino que hace que las economías de los países que mal gobiernan colapsen, con grandes crisis cambiarias, inflación y desplome en los salarios reales de los trabajadores.
Los nuevos populistas, como Correa, Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner, llegan al poder por medios democráticos, pero después cambian las constituciones para poder perpetuarse en el poder. La política económica de los nuevos populistas está plagada de proteccionismo, intervencionismo excesivo y expansión del sector público, con aumentos del salario mínimo como mecanismo redistributivo. Ecuador muestra como no necesariamente se presenta un colapso total de la economía, una disparada de la inflación o el hundimiento del salario con las políticas populistas que llevan a cabo, lo suyo es micropopulismo, aunque después haya que hacer costosas correcciones. Por otra parte, no todos los nuevos populistas siguen un ideario de izquierda, pues en ese mismo saco se encuentra Bolsonaro en Brasil.
Llama la atención del trabajo de Edwards como muchos líderes que están surgiendo hoy en países desarrollados (Hungría, Italia, por mencionar algunos), siguen algunos rasgos del patrón del populista latinoamericano. En ese sentido, hay lecciones importantes que enseña América Latina. La primera, y tal vez la más importante, es que la excesiva desigualdad y corrupción son manjares para los políticos populistas. La segunda, que hay varios tipos de populismos, con muchas mezclas posibles de políticas. En todo caso, aún si existen restricciones monetarias se puede hacer activismo fiscal, como en Ecuador, y el proteccionismo siempre estará a la mano.
Cuando se mira a Colombia, a la luz de esos trabajos sobre populismo, sorprende como ha podido escapar a ese destino, con su elevada desigualdad, graves problemas sociales y la posibilidad de recibir el contagio de algún vecino. En el país el populismo radical abortó con el asesinato de su carismático líder, Jorge Eliecer Gaitán. Muchas de sus banderas nacionalistas y de intervención fueron recogidas por movimientos políticos más convencionales. La tentación populista se exporta, como ya se vio en otras latitudes, y ojalá no llegue por acá.