Vagaba un servidor, quince años atrás, por el salvaje y hermoso barrio panameño de El Chorrillo, uno de los más peligrosos de toda América, cuando mi cámara se detuvo en una vibrante escena. Unos muchachos en andrajos, chicos y chicas, jugaban al balón con dos porterías destartaladas por cancha y varios perros pulgosos como excepcional público. Pese a andar descalzos y golpear a puntapiés un desgastado balón Mikasa, aquellos con los que jugaban los Flintstones en la Edad de Piedra, los chiquillos disfrutaban como sólo un niño puede hacerlo. Como si estuvieran ante un Maracaná o un Bernabéu llenos hasta la bandera. Esa imagen, que aún conservo impresa y que preside el viejo piano inglés que se encuentra cubierto de peluches en la habitación de...