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Providencia: hoy lloro por ti

Por Fernando Velásquez V.

fernandovelasquez55@gmail.com

La naturaleza acaba de hacernos un nuevo llamado –uno más a lo largo de los últimos años, que se suma a la nefasta pandemia del coronavirus cuya sola mención hace temblar al planeta entero– y ante lo cual los seres humanos, siempre incrédulos y arrogantes, hacemos oídos sordos porque solo nos preocupa acumular más riquezas y no guardamos en nuestros corazones un hálito de generosidad para con los demás y con la tierra misma hoy pisoteada.

Estamos embrujados con las prédicas narcisistas de los pensadores neoliberales cuyas teorías, al ser llevadas a la realidad, solo generan deshumanización, destrucción y muerte; olvidamos que todos convivimos en un planeta presa del cambio climático, que enfrenta uno de sus momentos más difíciles, porque la supervivencia de las especies sobre la faz del planeta está seriamente amenazada y, si no reaccionamos ya, la catástrofe va a terminar por globalizarse.

Ese clamor de los ecosistemas tuvo lugar el pasado 16 de noviembre no solo en el archipiélago de San Andrés, Providencia y Santa Catalina, sino también en los Departamentos del Chocó y Bolívar, tras el paso devastador del Huracán Iota que –con un nivel cinco– arrasó con todo lo que encontró a su paso. Pero, sin duda, los mayores y más graves destrozos, los sufrieron las islas de Providencia y Santa Catalina donde, según los estimativos oficiales, toda su infraestructura fue dañada después de que vientos con una velocidad estimada de doscientos treinta kilómetros por hora, se precipitaron sobre uno de los pocos paraísos que quedaban en el orbe.

Desde luego, ya algunos funcionarios gubernamentales –esta vez con el presidente de la República a la cabeza, quien ha mostrado un gran compromiso– han acudido a la escena del desastre y prometido poner en marcha un urgente plan de ayuda que, en cien días, permita avanzar en la reconstrucción de los 18 kilómetros cuadrados de Providencia y Santa Catalina; ojalá, pues, no se trate de los habituales anuncios que se escuchan cuando la tragedia y el dolor asuelan y, pasados algunos días, olvidan las lágrimas de los hermanos y las enormes carencias de los abandonados.

Que no se queden, pues, esas anunciadas asistencias en meras declaraciones de buena voluntad y que todos, de manera generosa y solidaria, acudamos al llamado; pero, sobre todo, que existan reales mecanismos de prevención y atención de los desastres y que los recursos no se queden en manos de los corruptos de siempre. Así las cosas, en estos momentos –más allá de los habituales discursos oficiales y de las críticas de cajón– se impone el acompañamiento a nuestros hermanos que todo lo perdieron; se debe, pues, acudir presurosos a asistir a esos miles de seres humanos incomunicados que no tienen techo, agua potable, electricidad, alimentos, asistencia médica (decenas de heridos todavía deambulan en medio de los escombros y de los árboles derruidos que impiden el paso), etc.

Como es apeanas entendible, esta tragedia arranca muchos gimoteos cuando se piensa en Providencia, una isla que llena el alma de muchos recuerdos producto de nuestro tránsito existencial por ese edén, con sus playas maravillosas de Agua Dulce, Manzanillo, Bahía Sur Oeste, etc. y que, ahora, están llenas de desolación. Providencia, decía Gonzalo Arango –en un hermoso libro editado en Barcelona por Plaza y Janés, hace cuarenta y ocho años, que lleva su nombre y fue ilustrado por Angelita su compañera–, “no debe ser un privilegio para los que entienden sino una realidad para todos”.

En medio de la catástrofe y de las lágrimas de sangre de hoy, esa joya geográfica resurgirá victoriosa y entonces –de nuevo– con el padre del Nadaismo, diremos jubilosos a los cuatro vientos: “Providencia no es palabra que cierra, es palabra que abre lo que encierra, que libera, es pala que hunde hondo la semilla en la tierra; del subfondo nacerá el mundo que salvará del destierro a los condenados de la tierra” .

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