Desde Europa del Este hasta los campos petroleros de Asia Central, el presidente Vladimir Putin se esfuerza por imponer una esfera de influencia que intenta mantener bajo control a las fuerzas de la historia.
Los aliados del líder ruso, ubicados en la cima del poder en las antiguas repúblicas soviéticas, están envejeciendo en sus cargos o enfrentan el creciente descontento de sus sociedades. Los baluartes que han erigido contra la expansión de la democracia y el poderío militar occidental parecen cada vez más inestables.
Sin embargo, Putin confía en la fuerza bruta para preservar la cohesión, por lo que prepara una posible invasión de Ucrania con el fin de mantenerla fuera de la Otan; además, está enviando tropas a Kazajistán para reprimir las protestas y amenaza con hacer lo mismo en Bielorrusia.
Coaccionar a los aliados no es algo inusual para las grandes potencias regionales. La Unión Soviética —que Putin extraña y cuya desintegración suele lamentar— envió tanques a Hungría, Checoslovaquia y Afganistán. Sin embargo, unió su imperio a través del comunismo, que inculcó una misión común y un sentido de conflicto existencial con el Occidente capitalista.
Ahora, cuando el capitalismo y las pretensiones de democracia son la norma a ambos lados de la antigua Cortina de Hierro, hay poco que justifique la lealtad hacia Moscú más allá del deseo de los hombres fuertes postsoviéticos de ayudarse mutuamente para mantenerse en el poder.
La esfera de influencia de Putin, a pesar de todos los problemas que le causa a Occidente, es cada vez más una jaula de su propia creación. Cuanto más confía en la fuerza para apoyar a los autócratas envejecidos e impopulares de la periferia de Rusia, su alianza comienza a verse más cercada, tanto por las disidencias nacionales como por la presión occidental en el extranjero.
Como resultado, las amenazas que Putin intenta evitar se están incrementando. Ucrania se precipita hacia los brazos de Occidente. Las provocaciones de Bielorrusia, generadas por la represión del gobierno contra la creciente disidencia, han hecho que Europa se una contra su líder político, que simpatiza con Moscú. Y, desde hace mucho tiempo, los manifestantes en Kazajistán exigen un cambio.
El temor de Putin a la invasión democrática se remonta a los levantamientos democráticos de las revoluciones de colores que acabaron con varias repúblicas soviéticas en la primera década del siglo XXI. Él y sus colaboradores todavía hablan de esos eventos y, generalmente, los presentan como complots occidentales para subvertir el poder ruso.
Como resultado, Putin llegó a creer que solo se podía confiar en los líderes que se parecían a él (hombres fuertes autocráticos) para mantener a raya los peligros de la democracia y la influencia occidental.
Cualquier otro liderazgo tendría que ser forzado a la lealtad.
Putin, quien, probablemente, no puede ver a una democracia vecina como otra cosa que no sea una amenaza, solo ha intensificado sus esfuerzos y ahora amenaza con una gran invasión a Ucrania.
Esto podría impedir el respaldo público de Ucrania y Occidente o, incluso, obligaría a que Washington reconozca los intereses rusos en esa región. Pero también representa un riesgo para Putin porque es posible que no funcione para siempre y, cuando falle, podría ver cómo otra antigua república soviética se une a las instituciones europeas que, según él, son una amenaza.
La dependencia de Putin con otros hombres fuertes ha demostrado ser muy riesgosa.
Los países gobernados por caudillos, que concentran el poder en las manos de una sola persona a expensas de las instituciones de gobierno, tienden a ser más inestables, más corruptos y menos efectivos económicamente, y todo eso profundiza la insatisfacción pública.
A pesar de las tribulaciones globales de la democracia, desde el final de la Guerra Fría se ha mantenido como un sistema de gobierno ampliamente aceptado —más allá de lo que sucede en países como China o Cuba— lo que ha hecho que incluso los dictadores más desvergonzados se vean obligados a fingir que gobiernan de manera democrática.
Eso ha generado el surgimiento de un círculo de caudillos pro-Moscú que a menudo luchan para persuadir a sus ciudadanos sobre la necesidad de aceptar menos libertades que las de sus países vecinos.
Al igual que con Ucrania, en los casos de Bielorrusia o Kazajistán, Putin podría implementar una estrategia de coerción cada vez mayor, aunque sería ejecutada a través de sus aliados.
Estos ciclos, que buscan apuntalar una esfera de influencia construida sobre la desconfianza y la intimidación, pueden asumir una lógica propia. Por lo tanto, se sigue aplicando la misma estrategia, aunque podría producir resultados opuestos a los que Putin espera: porque podría generar mayor interés por las amenazas que teme y erosionar la alianza en la que ha puesto sus esperanzas para el futuro