Querido Gabriel,
“¡Oh, mi amada Medellín, ciudad que amo, en la que he sufrido, en la que tanto muero!”, escribió Gonzalo Arango en su Medellín, a solas contigo, que resulta perfecto para provocar una conversación sobre estos días infaustos. ¿Qué está pasando en Medellín? Esta pregunta, que algunos creerán innecesaria ante la evidente crisis institucional y política, es, sin embargo, la pregunta esencial. Si no comprendemos bien la situación, si nos quedamos en titulares y tuits, no podremos desencadenar el necesario diálogo, amplio y constructivo, que urgentemente necesitamos. Hablemos de Medellín, de sus avances y sus innegables desafíos, de lo que debemos proteger a toda costa y de aquello que debemos corregir, de las instituciones que la hacen grande y de la autocomplacencia que tantas veces nos ciega y nos hace perder el camino.
Recordemos que la pujante ciudad de comienzos del siglo XX, admirada por su ordenamiento urbano y su industria naciente, se despeñó con brusquedad en los 80 desde las alturas encumbradas de su ego hacia el infierno de la violencia. Apenas un par de décadas de desconexión entre políticos, empresarios, comunidades y academia bastaron para convertirla en la ciudad más violenta del mundo. Como lo expresaba en algún texto Jorge Orlando Melo: “La antigua ética se reventó y se desataron desordenadamente los valores de los que pudimos enorgullecernos mientras no se afirmaban con la independencia loca de los setenta: la audacia y el afán de fortuna, que tocaron todas nuestras clases sociales, e hicieron de Medellín el mejor semillero del narcotráfico, la aventura y el secuestro”.
La esperanza, sin embargo, resurgió de las cenizas, y se fue expandiendo lentamente por todos los rincones. Fue un proceso ciudadano aupado por la Consejería de Medellín en los 90 y reforzado por los gobiernos del 2004 en adelante, que podría calificarse casi de alquímico. “Medio milagro”, dijo Francis Fukuyama, sobre esta transformación que nos corresponde ahora culminar si no queremos ser testigos de su destrucción.
La Medellín que vemos no es una casualidad, el proyecto de ciudad desarrollado en las últimas décadas merece un gran reconocimiento, sobre todo porque fue un trabajo esencialmente colectivo. Como lo anunciaba el mismo Melo en 1994, en uno de los seminarios Medellín, alternativas de futuro: “Muchos grupos sociales que se habían retirado de los asuntos cívicos, ajenos a sus responsabilidades directas, vuelven a preocuparse por ellos. Las universidades y los sectores empresariales muestran un vínculo mayor con los problemas urbanos y una creciente voluntad de colaboración y generosidad”.
El espíritu cooperativo, sello distintivo de la joven ciudad emprendedora del siglo XIX, se impuso finalmente sobre el afán de lucro sin reglas ni ley. El renacimiento de Medellín fue el producto del trabajo articulado de organizaciones sociales, colectivos ciudadanos, empresarios y, particularmente, de políticos que confiaron en las demás instituciones sociales y colaboraron con ellas, porque sabían que la buena gobernanza es la base de la buena política.
Esta misma fuerza debe servirnos para, en lugar de polarizarnos y desencadenar una innecesaria y falsa división entre “ricos y pobres” o políticos y empresarios, admitir que estamos ante un momento de inflexión en el que la sociedad medellinense se está sacudiendo frente una amenaza misteriosa pero sobrecogedora que solo el ejercicio consciente, respetuoso, razonable y decidido de la ciudadanía podrá conjurar.
Por otro lado, además de reconocer las virtudes del pasado reciente, debemos mirarnos al espejo, y preguntarnos acerca de en qué dirección y cómo vamos a continuar. No es hora de voltear el tablero sino de profundizar lo que ha funcionado y aprender de las brechas que persisten. Para lograrlo debemos trabajar de manera colaborativa y necesitamos a EPM más fuerte que nunca. Nuestra ciudad no necesita una nueva era, sino un nuevo impulso, que no provendrá de una sola persona, sino del trabajo y el compromiso de muchos.
Nuestro pacto social, ese articulador de propósitos colectivos por el que tanto trabajaron quienes salvaron a Medellín del terror, debe reeditarse con urgencia. Una sociedad no es un proyecto de individuos solitarios ni de sectores aislados. Sentémonos en un grupo amplio y plural y reconozcamos que lo público es de todos y por todos debe ser dirigido. Jorge Orlando nos invitaba en ese entonces, y parece hacerlo de nuevo, con estas palabras que ahora parecen proféticas: “La definición del Medellín futuro debe hacerse mediante un procedimiento que genere consenso social”, un amplio y coherente consenso social.
* Director de Comfama