La pregunta aparece casi de inmediato. ¿Quién es “la peor persona de mundo” del título? Porque no puede ser, pensamos, Julie, la protagonista, una mujer de clase media noruega, llena de dudas sobre lo que quiere hacer con su vida. Por qué habría de serlo si no hace nada distinto a lo que millones de mujeres occidentales y de clase media como ella han hecho en su juventud: enamorarse de un hombre mayor alguna vez, experimentar con tipos que conoce por ahí, en aventuras azarosas o exitosas, conseguir un novio con quien el amor es cómodo y sencillo como beber agua, una de esas relaciones que no sabemos cuánto bien nos hacen hasta que es demasiado tarde.
¿Será acaso Aksel, por decirle algunas frases hirientes en medio de una pelea? ¿O será, como él mismo lo menciona, Eivind, el muchacho divertido que Julie conoce en una fiesta de matrimonio y con quien conversando siente que se detiene el tiempo? Aunque a lo mejor sea ella otra vez, un poco después, cuando sufre un acontecimiento que en casi todas las películas protagonizadas por mujeres occidentales y de clase media implica una desgracia paralizante y que ella recibe con una sonrisa chiquita, casi imperceptible. ¿Será por eso que habría que considerarla mala?
Nos vamos a pasar toda esta película tan bien escrita por su director, Joachim Trier, y por Eskil Vogt, observando los distintos episodios que conforman su estructura con el interés propio del amigo al que le cuentas tus intimidades, pero también con la calma del que camina por un pueblo donde no hay ladrones. Es decir, eso que está en la pantalla, esa vida de Julie, es la vida de un montón de personas: el momento en que definen qué quieren del presente, qué buscan en el futuro, cómo necesitan que los amen. Julie sos vos, también.
Lo mejor de todo es que no hay respuestas contundentes. La misma Julie, perfectamente interpretada por Renate Reinsve, amagará varias veces con irse por un camino para terminar tomando otra dirección. Eso es lo raro y lo bello de “La peor persona del mundo”, porque ya no son comunes en el cine ni los dramas tranquilos ni los personajes que dudan (ni siquiera Spiderman tiene ese privilegio), como si esta época que vivimos tan a la carrera necesitara imperiosamente tener todas las respuestas por anticipado. Y la duda es, justamente, la cualidad que nos hace humanos. Es la que nos protege de los extremismos y la que nos anima a los riesgos. La que nos vacuna contra ídolos religiosos y políticos, porque nos levanta la ceja cuando oímos una “verdad absoluta”, un mandamiento, una sentencia.
En alguna entrevista Joachim Trier la definió como “la comedia romántica para los que las aborrecen”. Habría que corregirlo y decirle que su película es más bien una comedia dramática porque más que el amor a alguien celebra el amor a algo: a la vida, a ser sus dueños, a conservar la lealtad solamente con la peor persona del mundo, entendida, claro, como uno mismo.