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Luis Fernando Álvarez
Columnista

Luis Fernando Álvarez

Publicado

reflexiones políticas en días santos

Por Luis Fernando Álvarez J.

lfalvarez@gmail.com

La política en sentido filosófico, como la concibieron Aristóteles, Platón, San Agustín o Tomás de Aquino, entre muchos más, es un arte que surge como expresión del espíritu. El manejo de la polis, en términos griegos, o de la ciudad, requiere de grandes virtudes propias de altos contenidos del alma. Cuando se pierde su sentido primigenio y se transforma en una simple tarea a través de la cual se muestra las parte más rastrera del ser humano, la negación de su espíritu, para hacer surgir un simple negocio de oportunidades, el manejo de la cosa pública pierde contenido y significado y se transforma en una actividad que ni siquiera alcanza el nivel de labor digna, sino de manejo despreciable que persigue intereses egoístas por fuera del altruismo que debe orientar la verdadera actividad pública.

La primera manifestación de la decadencia se refleja en la opacidad de los partidos políticos, concebidos como senderos intermedios entre el Estado y los habitantes. Cuando el pensamiento político deja de fijarse en las grandes metas sociales, para apuntar hacia intereses personales, los partidos y demás mecanismos de expresión ciudadana, pierden todo sentido. Las ideas se recortan, los matices se pierden, los criterios axiológicos que diferencian el pensamiento desaparecen y sólo queda la mecánica, el acuerdo burocrático, la práctica clientelista, el mercadeo de votos, y una opción del espíritu se remplaza por una mercancía o botín de logros inmediatos, beneficios egoístas, sin modelo de sociedad, sin visión de futuro, sin planteamientos de solidaridad.

Cuando este panorama catastrófico se acentúa, el diálogo se esfuma, la ideología desaparece, la concepción filosófica se convierte en un elemento del pasado. Es la época del reduccionismo. No hay discusión, hay imposición. No hay visión, sólo consumo electoral. No hay esperanzas, sólo logros materiales inmediatos, recortados. La sociedad pierde su articulación y aparece como una serie de grupos desarticulados. Deja de ser homogénea y se convierte en una comunidad heterogénea, desagregada; podría afirmarse que desaparece. No habrá sociedad, sino la suma de grupos con distintos intereses: accionistas, copropietarios, pacifistas, líderes sociales, iglesias. Todos con movimientos limitados y aislados.

El pensamiento político como esquema constructivo, se pierde. La idea política se reduce a la mera confrontación. Y reaparece la peor bacteria que se va a encargar de destruir el cuerpo social: la lucha de clases. Todo se reduce a un discurso emocional, con muy poco contenido conceptual, pero que en términos de fanatismo suena a recuperación, opción y oportunidad. Y volvemos al pasado, a la época en que la discusión social se redujo a la guerra entre ricos y pobres. De palabra o de hecho. La idea es convertir a los ricos en pobres para que los pobres sean más pobres y así nivelar la sociedad por lo bajo.

En medio de este triste panorama aparecen las mentes mesiánicas de corte populista. Es el fin de la política. Esta nueva clase se ocupará del peor de todos los destinos: destruir el tejido social, mediante la supresión de uno de sus más altos valores: la libertad. Se impone un peligroso discurso reduccionista orientado a destruir el valor más grande del ser humano, que es la libertad. La mentira, la desinformación, el aislamiento y la tortura, serán los instrumentos utilizados, y cuando ello ocurra, ya nada quedará

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