No pocas canas nos sacaron a los muchachos de la década del sesenta los salones Ástor y Versalles. En esa época teníamos “salud, sonrisa, juventud y nada en los bolsillos”.
Sí, el lío era de plata. No había con qué invitar a las novias o amigas a esos aristocráticos lugares donde el ego se pavonea que da gusto.
La “jodentud” de entonces reencarnó en los setentones de hoy que amagamos con la revolución de los alzados en canas para reconquistar la calle. ¿Para qué? No importa pa qué, pero por principio rechazamos el encierro forzoso.
La vida se repite porque carece de imaginación, dicen. O porque tiene mucha: Antes escaseaba el billete, ahora no se pueden visitar por culpa del bicho que tiene cerrado a cal y canto el ombligo de la ciudad.
La invitación dominical que incluía cine doble y algo excedía nuestro irrisorio presupuesto de estudiantes. Para responder por la cuenta nos parecía que había que asaltar un banco. (Sin incluir el pago de las fotos instantáneas que perpetuaban los encuentros).
Mejoraba el currículo frecuentar Versalles, de sabor gaucho impuesto por su fundador, el fallecido don Leo Nieto, y el Ástor con aristocrático tufillo suizo. Los de eterno déficit podíamos invitar a cono de una bola en San Francisco o Sayonara, perros calientes en El Colmado, ricuras en Cardesco, buñuelos pluscuamperfectos en Fuente Azul.
Vivíamos una época ingenua en la que añorábamos que en las fiestas sonara un bolero para poder llegar a la tierra prometida del “volcán de tu seno, arriba de tu cintura”.
Los paseos de olla incluían la presencia de adulta responsable encargada de respirarles en la nuca a las parejas para desalentar besitos “donde dijiste enemigos”.
Muchos teníamos angustia existencial que consistía en vivir despistados, como acabados de salir de vespertina doble. No habíamos definido el destino con el que levantaríamos para los garbanzos una vez diéremos el aplazado grito de independencia doméstico.
Como en esta época de pandemia nos han pedido agradecer por todo, doy estrepitosos agradecimientos a las féminas que sufrieron a sus desplatados y desangelados romeos.
El Astor y Versalles, la avenida Junín, casaron más gente que todos los curas de la Bella Villa juntos. El centro era escenario ideal para la serendipia que en el caso del amor consiste en el encuentro casual de unos ojos que se ignoraban.
Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento de la vejez, invité a mis cuatro nietos a tomar el algo al Ástor. En esos bajitos invité a todas las amigas que no desertaron de nosotros por evadir el paso por allí o por Versalles para frecuentar heladerías menos sofisticadas.
“Chicos, arrasen con lo que quieran”, les dijo a sus nietos el abuelo falsamente millonario. En compañía de ese cuarteto en el que me siento reencarnado chulié buena parte del centro medellinense