Querido Gabriel,
Diría que usted se siente abatido, concluyó el médico. Sonreí, yo mismo no podría haberlo explicado mejor. Cuando nuestra salud se sacude, o en momentos de alta tensión —poco importa el grado del problema—, nos sentimos vulnerables, mortales. Es un momento para hacernos preguntas, responderlas en un ambiente tranquilo, mirar más allá de lo evidente y trascender la coyuntura.
A veces, la vida nos abruma, aunque pocos lo reconozcan, y nos vemos a gatas para afrontar los desafíos y presiones del mundo moderno. Ante esto, sicólogos, médicos y maestros del alma tienen varias propuestas, pero quisiera añadir una simple, antigua, fundamental. Salir unos días, coger carretera o tomar un avión. ¿Hablamos sobre viajar para ver y para vernos mejor?, ¿de salir para tomar distancia y ganar perspectiva?
Son viajes simples los que te propongo, sirven para “sacar la cabeza del agua”, cambiar de medio hacia uno menos denso, más respirable. Hay muchas formas y buenas razones para viajar, pero quiero que hablemos esta vez de una que bien podría ser prescrita por las instituciones de salud. Tertuliemos sobre salir para ampliar la mente y expandir la consciencia: partir sin huir, viajar para regresar con claridad mental y balance espiritual.
Todo comienza al dejar atrás el ruido. No tiene que ser en un viaje exclusivo para nuestras intenciones. Puede ser en una pasantía, en medio de un curso o en un fin de semana en un pueblo cercano. Si somos capaces de alejarnos y silenciar tanto nuestro pequeño universo como el resto del convulsionado mundo, con sus demandas y sus noticias, lo lograremos. Solo necesitamos espacios con menos conexión tecnológica y más conexión personal.
Con la introspección se activan los sentidos, embotados por el tráfago de la vida urbana. Afinamos la mirada, sentimos el latido de lo vivo, recuperamos el olfato, la piel despierta. Disfrutamos, por ejemplo, el sabor de las verduras de otras tierras y la silueta del árbol nunca antes visto. Las montañas tienen una curva distinta; el mar es el mismo, pero revela colores y olores asombrosos. Aprendemos palabras nuevas; los rostros dejan de ser los uniformes rostros de los otros y cada ser humano recupera su unicidad.
Provoquemos la conversación con esta esta bella confesión de Thoreau en su libro Caminar: “mi deseo de bañar mi cabeza en atmósferas desconocidas para mis pies es perenne y constante”. Quizá estas pausas abren ventanas en nuestro interior. En una caminata, en clase, tomando café o descansado en una hamaca, entramos en un estado meditativo, dejamos atrás las sensaciones físicas, nos conectamos, el aire entra libremente en nuestro cuerpo, se despeja la niebla y vemos claramente. De repente, ganamos perspectiva, surge lo esencial y aparecen ideas frescas. Nos damos cuenta de lo diminutos que somos con nuestros problemas, recordamos que vamos a morir, vemos lo importantes que son la familia, la espiritualidad y la amistad, comprendemos por qué el trabajo y el servicio, con todo su valor, no son sino una porción del menú amplio y delicioso de la existencia humana