Viendo (o no viendo, mejor, por lo de la virtualidad) desde la lejanía esta Colombiamoda del 2020, se me ocurre adobar lo virtual con una nostalgia. Después de todo, virtualidad es ausencia y, por lo tanto, despierta la nostalgia de las cosas idas. Como las sastrerías de barrio. Bueno, se me ocurre a mí y por ello me atrevo a pergeñar esta evocación.
El sastre era amigo de todos. Conocía el alma de sus clientes. Su metro, que medía espaldas y cinturas, era casi como un estetoscopio que auscultaba las vanidades ocultas de quienes solicitaban sus servicios. Desde el vestido de la primera comunión hasta el traje de bodas, pasando por el del grado y el de luto para los entierros (que a la postre también serviría para el último viaje de quien lo usó en vida) nacieron entre sus dedos y sus tijeras.
En su cátedra de elegancia, la moda era no solo la perfección de una confección bien hecha, sino el difícil arte de adivinar lo que el cliente quería y el verlo salir con la sonrisa de una satisfacción íntima, de una reinvención personal.
Sin lugar a dudas existían sastres jóvenes. Pero por más que se escarbe en la memoria, los sastres eran siempre viejos, calvos o con una solemne y a veces desgreñada cabellera blanca. Para el barrio era un privilegio tener una sastrería en alguna de sus calles. Por allí pasaban todos los vecinos y era punto de referencia para ver llegar desconocidos visitantes que venían de lejos, fieles a sus hacedores de vestidos, a los creadores de las vidas nuevas que inauguraban con los trajes recién estrenados.
La de la sastrería era la primera ventana que se abría al empezar el día. Y desde el alba hasta cuando al anochecer la luz de la bombilla iluminaba todavía y se colaba a la calle, todos los que pasaban lo veían con el metro, como una grácil culebra inofensiva terciada al hombro o rodeándole el cuello. Allí estaba, inclinado en la mesa inmensa sobre la que extendía los paños, rayando con certero trazo de tiza blanca el ausente esquema corpóreo de quien vestiría el traje. A veces se le veía sentado en un rincón, entregado a la liturgia silenciosa de la aguja y el hilo entre sus dedos. O como un cirujano que esgrimía sus terribles tijeras negras al cortar sin titubeos paños y driles. En un rincón, como una matrona fiel y recatada, la máquina de coser ocupaba un sitio de preferencia en el austero escenario de esas sastrerías de barrio que hoy, ya casi desaparecidas, forcejean por revivir en la irredenta nostalgia de los viejos. La moda, el fin y al cabo, también está hecha de recuerdos y olvidos