En medio de una pandemia agresiva, se salió de madre la inseguridad urbana estimulada por los fanáticos en el paro nacional. La violencia callejera supera a aquella que por tantos años vivió el campo colombiano. La criminalidad se desruraliza para urbanizarse. Hoy y mañana tendremos, desafiando todas las normas contra el coronavirus, más dosis de este escalamiento de la criminalidad. De una delincuencia amparada y camuflada en la protesta nacional de movimientos juveniles que reclaman un país con mayores posibilidades de estudio y de trabajo.
La violencia se apodera de plazas y vías. Células urbanas de la subversión se han infiltrado entre quienes cantan y bailan, capitalizándolos para disfrazar sus propósitos destructores y aprovecharlos como mamparas para realizar sus fechorías. Los incendiarios saben sincronizar sus movimientos para obstaculizar la libre movilización con retenes urbanos cobrando peaje a los habitantes de barrios e impedir simultáneamente las movilizaciones por carreteras de bienes y servicios para empresas y familias que ven agotados sus consumos. Todo en forma simultánea, bien planeada, nada improvisado, como lo saben hacer los empresarios de la guerra.
En las calles de las grandes capitales los agitadores profesionales disparan con metrallas desde vehículos fantasmas contra los carros de la policía. Ni siquiera las ambulancias que transportan enfermos y heridos de gravedad se salvan de tal salvajismo. Mientras en Cali muere una bebé al ser atacada por facinerosos la ambulancia que la llevaba al hospital, matan a un policía incendiándole su cuerpo, cuando ya habían apaleado e intentado violar a una patrullera indefensa. Las misiones médicas son agredidas y robadas. Los galenos piden por lo menos una tregua a los delincuentes para salvar vidas. Oídos sordos a formulaciones sensatas muestran quienes no tienen interés alguno de llegar a acuerdos que pongan en peligro su agenda destructora.
La criminalidad va adelante del Estado. Este vacila e intenta concertar sobre lo inconcertable. Aquella convierte las armas no letales en armas mortales. Y con ellas crea el pánico y la muerte. La economía se derrumba. Se conspira contra los mercados de exportación e importación y se destruye empleo. En tanto la pandemia cobra más y más vidas y las Ucis se revientan. Entre el vandalismo urbano y el virus están sacrificando a Colombia.
Poco espacio queda para oír y ver en los noticieros de televisión noticias reconfortantes. Los desafueros de sicópatas copan sus imágenes. Parecen cubriendo una película de guerra. En las pantallas se relatan los miedos ciudadanos, los atentados de cada momento, los incendios que iluminan las noches. Nuevamente en Colombia, la realidad sigue superando la ficción.
Estupefacto y algo desconsolado el país se pregunta, ¿en dónde está el Estado? ¿Qué se hizo la norma constitucional que lo obliga a hacer cumplir el imperio de la ley, proteger la vida, honra y bienes de los colombianos? ¿A qué teme para impedir que comience a ejercer sus responsabilidades de proteger a los ciudadanos de bien, afectados en sus derechos por los vándalos amaestrados que con su violencia deslegitiman los justos reclamos de una juventud frustrada?