Mientras la economía mundial tiembla con el coronavirus, estremecimiento que agrieta los frágiles cimientos de la economía colombiana, la justicia, a través de la JEP, va tocando fondo en su carrera de desprestigio. Ya no solo son los errores y alcahueterías cometidos por ese organismo en el caso del sainete Santrich, sino las mentiras que se traga de los victimarios del conflicto armado que con falacias le escurren el bulto a los compromisos adquiridos con las víctimas.
La última decisión de la JEP no puede ser más aberrante. El no reconocer como víctimas del conflicto armado a los 14 militares que quedaron heridos y mutilados por un carrobomba que hizo estallar las Farc en la Escuela Superior de Guerra y Universidad Militar, en Bogotá, es una bofetada a sus derechos. En su acomodada sabiduría –llena de tergiversaciones conceptuales– sostiene que fue una acción legítima de la guerrilla en el marco de la guerra. Les dio su absolución a quienes a mansalva y sobre seguro activaron los explosivos para dejar víctimas en el Ejército y la población civil. Asombrosa decisión porque establece un precedente funesto de amnistiar un crimen de guerra imperdonable a la luz del Derecho Internacional Humanitario. Un ataque indiscriminado, es un crimen de guerra. Y en la guerra no se pueden usar todos los métodos de conducción de hostilidades.
Para completar su sesgo, le otorgó la amnistía a la “Mata Hari” –cerebro de la operación de tan horrendo atentado– cuando ya la justicia ordinaria la había condenado a más de 25 años de cárcel por el delito de terrorismo y tentativa de homicidio. Una decisión que ha indignado al país y que la Procuraduría ha apelado para que se revoque por absurda. Con tal absolución la JEP no hace sino buscarle atajos a la verdad para no tomar en serio los derechos de las víctimas. Sigue confundiendo el perdón con el olvido, favoreciendo así el imperio de la impunidad. La impunidad aparece en la ya empañada vitrina de la JEP.
La subversión se siente cómoda con la JEP. La considera parte de su compadrazgo, como tribunal parcializado. Y por ello se burlan de sus víctimas con versiones mitómanas que parecen sacadas de novelas de ficción. Con eufemismos falsean la verdad. Hacen toda clase de malabarismos verbales para soslayar sus agresiones sexuales, torturas y secuestros, delitos que la opinión pública descubre como falacias para tapar sus crueldades.
Ha habido poca verdad y reparación en estos dos años de funcionamiento de la JEP . Víctimas de todos los pelambres, han descuerado a sus captores, y estos entre sonrisas burlonas se ríen de sus denunciantes. Íngrid Betancur, en un relato que sobrecoge por su dramatismo, los ha desenmascarado al repetir el martirio y los vejámenes que sufrió encadenada e irrespetada en su largo cautiverio en manos de las Farc.
Dos años de la JEP con muchas sombras. No ha podido desprenderse de la desconfianza, ni comprobar su imparcialidad. En vez de iluminar la verdad del conflicto, pareciera que las luces se le fueran apagando. Y así se ensombrece más la mala imagen que tiene el ciudadano colombiano de la aplicación de la justicia.