Semana Santa pude ser una buena ocasión para buscar el silencio. En un país como el nuestro, dicharachero y superficial, donde todo el mundo habla y nadie escucha, donde los escándalos de ayer pasan al olvido en un santiamén por el ruido que generan los escándalos de hoy, son saludables las pausas que propician el silenciamiento y la soledad. Como pueden ser estos días de Semana Santa, tal vez más para los increyentes y ateos que para devotos y rezanderos.
No hay sabiduría sin una dosis fuerte de silencio. No hay paz, personal y colectiva, si no somos capaces de liberarnos de vez en cuando del tráfago bullicioso que nos atosiga a toda hora. Un silencio que, por supuesto, no puede ser sinónimo de cobardía y evasión, sino que es la búsqueda sincera de nosotros mismos. Y el hallazgo de esa interioridad en la que podamos abrirnos desnudamente al misterio del ser y, desde la fe o desde la ausencia de ella, enfrentar el Misterio.
Somos, por regla general, unos eternos fugitivos de nosotros mismos. Tenemos miedo a escudriñar nuestra intimidad, porque nos aterra descubrir la propia mentira. Por eso hablamos, gritamos, perifoneamos y nos dejamos invadir por la cultura del ruido. Todo, menos escucharnos a nosotros mismos. La verdad cuesta y duele. Entonces cerramos los resquicios al propio sinceramiento y nos desparramamos en palabras. Nos asusta el silencio.
Pero allá, al silencio, habrá que llegar tarde o temprano. Todo esfuerzo intelectual, artístico o religioso y, en general, cualquier actividad humana serán un muñón existencial si no se nutren en el apaciguamiento interior, en la soledad, en el silencio. Es más, en el silencio y desde el silencio han brotado todos los grandes logros de la humanidad.
Por higiene mental importa, pues, aprovechar los recodos de silencio que nos depara la vida. No es una huida, sino un reencuentro. No es una deserción, sino la más valerosa forma de fidelidad con nosotros mismos y con los demás. Eso lo saben muy bien, por ejemplo, los monjes y los contemplativos de todas las religiones. Hundirse en un silencio enriquecedor puede convertirse en un regreso, quizás apenas breve y fugaz, pero real, al paraíso perdido.
Semana Santa es, pienso yo, un buen marco para esta experiencia. El ambiente de religiosidad que se respira durante estos días debería ser mucho más que un simple ejercicio piadoso para tranquilizar la conciencia. O para dar la sensación, sinceramente o en el apagamiento de las creencias, de ser fieles a un credo y a una confesionalidad heredada.
La fe, mantenida a pesar de todo o dolorosamente perdida en el naufragio de la existencia, nos exige siempre ir más al fondo. A ese fondo de silencio contemplativo en el que el rostro de un Dios escondido puede hacer florecer la esperanza. Como un jazmín que se abre en la noche y perfuma la oscuridad, el silencio. Y la soledad