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Sara Jaramillo Klinkert
Columnista

Sara Jaramillo Klinkert

Publicado

Sembrar semillas

En el sendero que queda en la reserva natural, que queda en Río Cedro, que queda en Moñitos, que queda en Córdoba, he visto muchas cosas sorprendentes. Bongas milenarias asentadas en tierra firme como si fueran las piernas de un gigante. Osos perezosos demorándose eternidades para ir de rama en rama. Al fondo aúllan los micos y gorjean los tucanes, aunque rara vez se dejen ver. La hojarasca cruje y delata la presencia de iguanas, lagartijas y serpientes. Hay curanderas, brujos, fantasmas y plantas con propiedades mágicas. Como en todo bosque tropical seco, la lluvia es escasa y la sequía acecha en temperaturas promedio de 30 grados centígrados todo el año. En la caminata se goza del saludo cariñoso de los nativos que, sin falta, van en sus burros del rancho al pueblo y del pueblo al rancho, transportando bidones de agua, plátanos, ñame y yuca.

Un día vi a un niño recostado contra el tallo de un árbol. Tuve que mirarlo dos veces antes de entender que lo que sujetaba con tanto interés entre las manos era un libro. Me acerqué y le pregunté de dónde lo había sacado. «Pues de la biblioteca», respondió con una mueca de obviedad. La palabra biblioteca desentonó por completo con esa geografía que yo creía conocer tan bien. ¿Cómo era posible que Río Cedro no tuviera una carretera decente para llegar ni electricidad decente ni acueducto decente ni gobernantes decentes, ni señal de celular decente ni centro de salud decente, pero sí existiera una biblioteca? Llegué al pueblo y me puse a buscarla. Así fue como conocí a Luz Mary Cavadia. Solo a alguien como ella pudo ocurrírsele que una biblioteca podía funcionar en este lugar hermoso y olvidado que a duras penas aparece en los mapas. Alguna vez hubo estación de policía pero la abandonaron por falta de oficio y, justo en aquel recinto de barrotes gruesos que una vez funcionó como cárcel, queda este espacio dedicado a la lectura. Hoy suma siete años de existencia y más de siete mil títulos perfectamente catalogados. Solo se ha perdido un libro y fue porque un turista no lo devolvió.

Recuerdo que unas vacaciones programamos un taller de literatura y, para mi sorpresa, asistieron un montón de niños ávidos de contar sus propias historias. Son los mismos que prestan libros y los llevan al rancho. Los que le leen a sus padres porque saben que ellos jamás tuvieron quién les creara el hábito. Los que van descubriendo que ocultas entre todas esas páginas, hay cosas importantes que nadie les había dicho antes ni les dirá después. Son los que empiezan a intuir que el mundo es más grande de lo que pensaban y que es posible devorárselo sin pararse de la hamaca. Algún día concluirán que si aprenden a leer aprenden a pensar y si aprenden a pensar podrán romper la inercia del destino heredado y vislumbrar otras opciones de vida. No necesariamente mejores ni peores, pero otras. Otras elegidas por ellos. Por eso, este mundo necesita más libros y más bibliotecas y más personas como Luz Mary que no se cansa de sembrar semillas aunque sepa que la lluvia es escasa.

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