Una joven busca empleo en redes sociales. Se presenta, dice su edad, 30 años, “a pesar de la desesperación y las circunstancias, no pierdo la fe. Llevo cuatro meses en una crisis económica terrible pero quiero trabajar”. El primer comentario que aparece es una recomendación, “cambia la foto. Existe una etiqueta en los negocios”. Más adelante, alguien se despacha diciendo que le llama la atención que quienes apoyaron las protestas contra los empresarios hoy pidan ayuda. Otro (qué dolor), dice que como según sus mensajes apoya a ciertas personas, lo mejor es que siga desempleada. Algunos intentan ayudarla, hacen preguntas, dan pequeñas opciones, mínimas esperanzas.
“Mujer, con todo respeto y desconociendo a detalla tu situación te sugiero no pongas el factor económico en virtud de las empresas, más bien aprovecha el momento, la crisis para crear tu propia idea de negocio” (sic), dice la voluntad de alguien. “Estoy intentando todo, créeme. Sin embargo es un buen aporte, gracias”, responde quien, seguramente, ha pensado muchas opciones antes de lanzar su voz de auxilio. Otros aprovechan y también se suman a la súplica. La cosa no está fácil, dicen varios una y otra vez.
Me quedo pensando en el respeto, en esa sencilla palabra que dignifica al otro. Si no se tiene nada que decir mejor guardar silencio. Hace mucho escribí una columna sobre un joven que se suicidó, los comentarios en las redes no eran de menor calibre. ¿Qué nos pasa ante el dolor de los demás, ante la desesperación del otro?, ¿acaso algunos se sienten más tranquilos después de arrojar su piedra?
Cuando leo o escucho la magnitud de los comentarios que juzgan y ofenden pienso que deberíamos estar peor. A veces guardo la esperanza en el bolsillo donde me enseñaron a guardar un billetico para una emergencia, pero a veces ese bolsillo se rompe, se pierde la reserva. ¿Qué clase de país estamos construyendo?
El reporte que presentó el Dane esta semana es doloroso. En todo el país, en julio de este año, la población que perdió el empleo fue de 4,6 millones de personas. El año pasado, en el mismo mes, la cifra era 2,7 millones. No es que fuera muy alentadora la cifra de 2019. Y por cada hombre que quedó desempleado, dos mujeres quedaron a la deriva. Muchas veces perder el trabajo es perder la autonomía, la independencia mental y ese es uno de los males de nuestro país. ¿Qué somos? Al menos, frente a las circunstancias que vivimos, deberíamos practicar algo: antes de decir cualquier cosa, pensar que aquel que sufre puede ser uno, o en parte es uno, porque la angustia del otro nunca puede ser un logro personal