Los movimientos de inconformidad que se vienen registrando en varios países del mundo, abren la sospecha de que se estaría asomando una crisis de sociedad. O de sistema que haría repensar en otro modelo económico, quizá el de socialdemocracia, como lo plantea el economista socialista francés Thomas Piketty.
Es indiscutible que hay una sociedad inconforme con los sistemas globales que fortalecen la concentración de la propiedad y del ingreso, en detrimento de políticas sociales que haga mejor su redistribución para reducir las inequidades. De estas confrontaciones no se salvan hoy países desarrollados ni tercermundistas. Y menos Colombia, que tiene el índice de inequidad social más alto de la región.
En Francia, salen los manifestantes a pedir la renuncia del presidente Macron. En Hong Kong las plazas se llenan de vociferantes que no quieren ser dependientes de las medidas políticas de China. En América retumban los tambores que llaman a los levantamientos contra regímenes cesáreos como el de Venezuela o el de Bolivia, el que sí tumbaron por tramposo. En Chile colocan en riesgo la continuidad de su modelo de corte neoliberal. Si en los años 50 del siglo XX estuvieron de moda en América Latina las dictaduras militares de derechas, a comienzos de los años 60 con la llegada de los barbudos a Cuba, se establecieron regímenes de extremas izquierdas revolucionarias, que han exportado sin retén alguno.
Colombia no es la excepción. Se han represado una serie de problemas sin resolver acunados en gobiernos anteriores y que buena parte de los protestantes injustamente le atribuyen al actual gobierno, como si Duque tuviera en sus manos la lámpara de Aladino para convertir en 15 meses de gestión todos esos males heredados en ríos de leche y miel. Olvidan que desde hace 40 años el país implantó el modelo neoliberal que luego acelerara César Gaviria en su mandato, sistema que ahondó las desigualdades sociales y una irritante concentración del ingreso.
En los reclamos que se vociferan en las calles colombianas hay contradicciones a montón. Muchos de los que protestan, rechazan las reformas que buscan hacer más equilibrada y justa la sociedad. O si las reconocen, aspiran a que sean reformas tibias para que se repita aquello que todo cambia para que todo siga igual. Sin reformas vigorosas no se consiguen recursos para disminuir las inequidades pensionales, la pobreza, ni se puede generar empleo y bienestar. Quieren un gobierno que solucione sus frustraciones, pero lo conciben maniatado para impedir que recaude dineros. Son las paradojas entre el discurso demagógico que se opone a arbitrar recursos para democratizar el ingreso y el mayor cubrimiento pensional, laboral y educativo y las consignas populistas que quieren un progreso sin sacrificio fiscal alguno.
Si no hay reformas, seguirá el mismo país esclerótico, anacrónico, que da pie para toda clase de movimientos reivindicativos. Persistirá la concentración económica en todo su apogeo, de la mano de la corrupción y la impunidad, congelando la consagración de políticas sociales de gran envergadura. Y el círculo vicioso continuará, en medio de zambras y huelgas.