Este 2021 va a mil por hora. En un mes completaremos un año del simulacro de confinamiento, que marcó para nosotros el comienzo del fin del mundo. Una semana después andaremos sumergidos en plena semana santa y en sus colores violáceos. Y no hace nada que nos deseábamos feliz año. Un parpadeo, eso es el calendario vigente.
Definitivamente el virus ha masacrado el tiempo. Aquello que antes sucedía con mansedumbre y compás, ahora atropella las conciencias. Nos afanamos por darle sepultura a esta estación de la vida tan martirizada y parametrizada, y por eso hundimos el acelerador sicológico de la duración.
¡Rápido! Es necesario que volvamos a la antigua normalidad. Que días, semanas y meses recobren su sustancia cundida de fragor. Los intervalos sosos de la pandemia extrajeron el jugo que animaba cada paso, extenuaron las venas de los hechos, de modo que a duras penas conseguimos perdurar.
Es el tiempo perdido sobre el que Proust fue capaz de garabatear siete tomos que absorbieron su vida. El misterio del transcurso. ¿Dónde habita ese tiempo? ¿En el tic tac electrónico de los relojes que ya no suena? ¿O más bien en alguna rendija de la conciencia, que es sensible a los altibajos de la política, la salud, la tristeza, el ánimo de la gente?
Si habitara en la montaña rusa de cada cual, resultaría que el soberano tiempo, el orgulloso lapso que cohabita con el espacio, estaría sujeto a la caprichosa marcha mental de miles de millones de seres. Entonces estallaría su imperio y por lo tanto su ominosa presencia en los campos de la humanidad.
Pues esa es exactamente la revelación que estamos experimentando en estos días. Nunca como antes, en su pequeña existencia de un siglo individual, cada hombre y mujer se ha dado cuenta de la relatividad del tiempo. El año de la peste hizo colapsar los cronómetros, pues la percepción de la suma de instantes no se dejó medir de manera uniforme por el mecanismo ultra regulado de las manecillas ni de las pantallitas que dan la hora.
Cada cual, en cada lapso, capta la imagen del tiempo a su acomodo. De modo que, si modificamos las condiciones internas de nuestra sicología, lograremos también alterar la sensación que nos produce el paso inexorable de la vida. Parece poca cosa, pero en realidad se trata de una revolución copernicana