Ghermay Ermias y Redae Medhane Yehdego acaban de perder un millón de euros. La barcaza que transportaba su mercancía desde las costas egipcias hasta las italianas se hundió el pasado domingo en el Canal de Sicilia, a 60 millas náuticas de Libia, con toda la carga. Ghermay y Redae llevan asociados en el negocio del comercio desde hace cinco años pese a que uno es etiope y el otro eritreo, vecinos mal avenidos siempre. Pero lo malo de su lucrativa actividad que, a veces, tiene contratiempos de los que ninguna aseguradora quiere hacerse cargo. Ghermay y Redae no trafican con droga ni con armas. Trafican con seres humanos, esa era la carga que se ha ido al fondo del mar para siempre. Los cadáveres, a diferencia de los fardos de hachís, no flotan en las aguas del Mediterráneo. Hasta ahora todo iba bien. A razón de 3.600 dólares por cabeza, ambos se estaban llenando los bolsillos junto al resto de miembros de la mafia que conformaban junto a otros 24 traficantes, entre los que había también marfileños y ghaneses. Pero la pasada semana fue nefasta para el negocio. El lunes 13 de abril otra embarcación pereció en la misma zona. Unas 400 personas fueron engullidas por las aguas. La pérdida de la mercancía no sólo comporta un importante perjuicio económico sino que puede traerles problemas. Y hoy no es su día de suerte. Los carabineros, la gendarmería italiana, les sigue la pista. Ghermay y Redae permanecen ocultos en su piso de Palermo con el temor de ser detenidos si pisan las calles. Los agentes están como locos patrullando en busca de los responsables en Italia de la peor tragedia reciente de la inmigración ilegal en el Mare Nostrum. Unas 700 personas se apiñaban en un pesquero de apenas 20 metros de eslora, un suicidio inducido del que nunca se hallarán culpables, ocultos en las arenas egipcias o libias. Todas soñaban con llegar a Europa y comenzar una vida próspera en un continente que nada en la abundancia. En la embarcación, había 50 niños y unas 200 mujeres. Sólo se pudo rescatar a 28 supervivientes. Ghermay y Redae son finalmente detenidos y pasarán unos cuantos años entre rejas. Son cómplices de una matanza que se produce un par de veces al año, entre el flujo diario de pequeñas embarcaciones atestadas de gente. Las guerras africanas, con Libia a la cabeza, y la inestabilidad en Egipto han disparado el tráfico de seres humanos. Aunque 2012 fue el más letal, con más de 1.600 inmigrantes desaparecidos en el Mediterráneo y en el otoño de 2013 se produjo la tragedia de Lampedusa, con 360 ahogados, el arranque de 2015 ha sido el más mortífero de los que se conocen. Y aún quedan los meses de verano, cuando las aguas están más calmadas y el flujo de inmigrantes se intensifica. Muchos se llevan las manos a la cabeza por la presunta inacción de las autoridades italianas y europeas en general. España sufre el mismo problema en las vallas espinadas que separan las ciudades de Ceuta y Melilla de la vecina Marruecos. Cada día se suceden las oleadas de inmigrantes subsaharianos que trepan por las alambradas para saltar al otro lado y pisar Europa estando en África. Pero el problema no es nuestro por mucho que nos duela la tragedia. Cada año, miles de inmigrantes tratan de entrar ilegalmente en el continente europeo. La peor parte se la llevan los africanos, es cierto, porque sólo pueden hacerlo a través del mar. Cada año también, otros miles vienen a trabajar en el campo o en la construcción a España, Francia e Italia, principalmente. Vienen y se van. Y vuelven a venir. Es un flujo controlado y positivo para todos. La inmigración ilegal debe de ser combatida en origen y África debe trabajar de una vez por todas para buscar la prosperidad de su población. Vivir bien no nos hace culpables de todo.