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Un emotivo adiós al padre Palacio

Por Fernando Velásquez V.

fernandovelasquez55@gmail.com

El pasado 26 de septiembre, a los ochenta y siete años, partió el sacerdote Gonzalo Javier Palacio Palacio después de una larga y penosa enfermedad; a él lo conocí, desde comienzos de los años sesenta, como presbítero que prestó sus servicios religiosos en poblaciones como Yarumal y comarcas vecinas –en la época en la cual monseñor Builes era el obispo de Santa Rosa, a quien mucho admiró y cuya obra difundió–, incluida la ciudad de Medellín donde ofició en la Iglesia de San Joaquín hasta 2010. También, lo recuerdo como educador por mis estudios en el Instituto Pío XII de Yarumal, fundado y dirigido por él hasta que, hacia 1969, se integró con el Liceo San Luis, donde continué mis estudios que culminé en Medellín.

En este último Colegio, tuve el honor de tenerlo como mi profesor de español; era un excelente educador y pedagogo, exigente y rígido, gran cultor y conocedor del idioma; gracias a él aprendí a amar la ortografía y la gramática castellanas. Nos invitaba a aprendernos las reglas que profería la Real Academia Española y siempre estaba atento a que sus alumnos manejáramos una buena dicción y escribiéramos en forma correcta; tenía, además, una gran formación literaria y era un orador extraordinario, de esos que hacen retumbar los recintos y, sobre todo, en su caso, los templos (mucho se recuerdan sus sermones yarumaleños en la iglesia Nuestra Señora de las Mercedes, donde también fue párroco).

Por esos giros extraños que depara la vida, luego nuestros caminos se volvieron a cruzar: tuve acceso como abogado al llamado proceso de “Los Doce Apóstoles” en reemplazo de mi amigo Jesús María Valle Jaramillo quien, antes de ser brutalmente asesinado, me encomendó asumir la defensa de uno de sus clientes sindicado en ese negocio; él era uno de los procesados. Allí pude constar que el famoso Grupo era una creación de los medios de comunicación y del rumor público; tras ese nombre, se ocultó –eso sí– una banda de justicia privada comandada por algunas autoridades policivas allí afincadas, que privó de la vida a muchas personas.

Y, con el conocimiento del medio social donde ocurrieron esos hechos y de la persona del apreciado clérigo –a quien luego también presté alguna ocasional asesoría profesional–, puede verificar el enorme daño que se les hizo a muchas personas a quienes, de forma injusta, se les encausó por ese asunto hasta que la Justicia de entonces las absolvió con toda razón, incluido el padre Palacio. Sin embargo, sobre él recayó el estigma y la persecución, porque se volvió presa ideal para algunos medios de comunicación amarillistas que, como hienas, lo despedazaron como si se tratara de una jugosa pieza de caza.

Nada se ha dicho, entonces, del gran formador de juventudes que fue ese sacerdote; del excelso oficiante que, por donde pasó, siempre hizo el bien y asistió a los más humildes y necesitados, difundiendo su profundo amor por la Virgen de los Dolores. Del líder religioso y social que mucho aportó a su comarca. Del luchador que siempre denunció la injusticia y los atropellos; del hombre bueno, austero (¡su única propiedad fue un auto viejo!), humilde y noble que se entregó a sus comunidades. Desde luego, puede ser que su carácter tenaz y su temperamento rebelde, propio de grandes líderes, les molestara a algunos; pero eso no desdibuja una larga vida dedicada por completo al servicio de los demás para mancillar su honra, como han hecho sus gratuitos detractores quienes –sin mostrar la más mínima compasión– ni siquiera han respetado el duelo de sus familiares y allegados.

Que descanse, pues, en paz el padre Palacio, el recordado guía espiritual que tanto marcó mi vida y desde niño trató de forjarme como un ser humano ético. A él, mientras viva, lo recordaré con cariño como un gran maestro, incluso cuando fue severo al momento de corregirme .

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