Por david E. Santos Gómez
La pandemia, en medio de sus innumerables desgracias, ha puesto sobre la mesa una discusión necesaria. Nos ha obligado a pensar, una vez más, el papel del Estado como eje estructurador de la nación y de su sociedad. En este punto, cuando millones han perdido sus empleos y la economía colapsó en todos los rincones, cuando la cotidianidad de la informalidad y el rebusque pasó a ser la angustia por el encierro y el hambre, la conclusión parece ser evidente: la gente necesita la mano del Estado. Los más débiles no pueden sobrevivir con un Estado chico, reducido a un burdo administrador, réplica patética y burocrática de una empresa privada. El Estado, como esa red de instituciones públicas, con el músculo necesario, es el único que puede ayudar cuando la catástrofe toca las puertas. Y debe permanecer ahí cuando cierta normalidad nos permita pensar en el futuro, en ir más allá de la superviviencia y mejorar, realmente, la vida de los ciudadanos.
Colombia -a lo largo de su tormentosa y violenta historia- es un país en el que sus élites han buscado sin cesar la disminución del Estado. En el que partidos políticos y gobernantes de turno han entregado sus responsabilidades a otros, por momentos incluso a grupos ilegales, reduciendo el andamiaje social y de justicia a costa de beneficios para privados y componendas para corruptos. Un alto porcentaje de la población, pobre toda ella, no conoce la ayuda de un Estado benefactor y malvive a costa de las migajas. El resultado es una nación rabiosamente desigual, desentendida de sus desgracias, desconectada de sus realidades, que se enorgullece de una falsa estabilidad democrática y un mentiroso crecimiento económico. “La economía va bien, pero el país va mal”, dicen que dijo Fabio Echeverri, cuando era presidente de la Andi, al cerrar el siglo XX, en años boyantes pero sangrientos.
Hoy, con la cifra de muertos por coronavirus en ascenso pavoroso, con las calles incendiadas tras las injusticias policiales, con las protestas juveniles tomando fuerza de nuevo, con el desempleo en cifras rojas y el liderazgo nacional reducido a un programa de televisión; vale la pena preguntarse dónde está la mano del Estado. Necesitamos más de ella y no menos. De aquella que se ofrece como protectora y no de la cerrada, en puño, siempre dispuesta al golpe. Porque de esa ya conocemos suficiente.