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Sara Jaramillo Klinkert
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Sara Jaramillo Klinkert

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Un minuto demasiado tarde

Por Sara Jaramillo Klinkert - @sarimillo

No importaba cuánto madrugáramos. Nunca llegábamos a tiempo al colegio. Nos apurábamos en la autopista, desafiábamos todas las normas de tránsito, siempre apurados, siempre haciendo fuerza, siempre mirando el reloj, solo para comprobar que las manecillas jamás se detenían. Tic tac tic tac. La mentira de la llanta pinchada hacía tiempo había dejado de explicar por qué la puntualidad nos era tan esquiva. Tic tac tic tac. Pronto entendí que salir tan afanados garantizaba olvidar cosas importantes: la manilla de sóftbol, la bolsita de colores, la cartelera en la que me había trasnochado trabajando. Muchas veces descubrí que mis hermanos iban sin zapatos, sin mochila y sin tarea a una distancia en la cual era absurdo devolverse. En nuestra defensa sólo diré que vivíamos muy lejos y sumábamos cinco niños lo cual hacía humanamente imposible llegar a tiempo a colegios en donde un minuto tarde ya era demasiado. Tic tac tic tac.

Es curioso, pero lo anterior me hizo la persona más puntual del mundo. Apenas tuve la oportunidad de manejar mi propio tiempo me propuse no llegar tarde a ninguna parte. Mis amigos saben que si me demoro un minuto más de lo anunciado deben llamar a la policía porque seguramente me ocurrió algo catastrófico. Soy la que llega a las citas antes de la hora pactada. Soy la que rara vez deja olvidado algo en casa. Soy la que mira el reloj cada minuto cuando estoy en situación de espera. Soy la que deambula solitaria, intentando pasar inadvertida mientras llega la hora del encuentro. Sé exactamente a qué se refería E.V Lucas cuando dijo que la puntualidad lo hacía sentir muy solo. Es un tipo de soledad que se profundiza en países como el nuestro en donde llegar tarde es la regla y llegar a tiempo es la excepción. Confieso que idolatro a Immanuel Kant y no solo por habernos regalado la Crítica de la razón pura. Lo idolatro porque, al parecer, era tan extremadamente puntual que los vecinos cuadraban sus relojes en función de los paseos que realizaba por las calles de su ciudad, siempre a la misma hora y por la misma parte.

Tengo una amiga que, a menudo, llega retrasada al lugar de trabajo. Su excusa es que vive muy lejos. A la hora del café siempre terminamos debatiendo acerca de si su excusa justifica la impuntualidad. Yo digo que no. Mi punto es que quien vive más lejos debería llegar de primero porque está obligado a prever las posibles dificultades del trayecto, no solo las conocidas sino también las desconocidas. Debe dar por sentado que todos los semáforos estarán en rojo, que habrá fila en el peaje, que la estación de servicio tendrá caído el sistema de cobro, que el carro varado y el choque de turno necesariamente obstaculizará el carril por el que uno va. Basta andar afanado para comprobar que las vicisitudes caen de golpe sin una pizca de misericordia. Hasta ahora la única forma de evitarlas es madrugando más. Si alguien tiene otra táctica que levante la mano.

Estoy de acuerdo con Shakespeare en muchas cosas pero, sobre todo, en que es mejor llegar tres horas demasiado pronto que un minuto demasiado tarde. .

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