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Ernesto Ochoa Moreno
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Ernesto Ochoa Moreno

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Un segundo cuerpo del alma

Por Ernesto Ochoa Moreno - ochoaernesto18@gmail.com

Habla el escritor español don Miguel de Unamuno (1864-1936), en un artículo de 1913 —que aparece en el libro Andanzas y visiones españolas—, de un sacerdote que lo recibe en la iglesia del Mercado, en León, un templo derruido cuyas ruinas han cubierto con una superestructura posterior.

“Había que oírle al párroco de la iglesia aquella del Mercado, un hombre admirable que en restaurar y mantener su iglesuca pone sus amores y sus haberes, explicarnos el fervor que le inspira el celebrar misa en una reducida capillita del lado de la Epístola, en una especie de concha románica que parece una gruta. ‘Cuando celebro aquí —nos decía—, me parece estar muy lejos del mundo; en una cueva del desierto, solo con Dios’. Aquel cura siente su iglesia y ha hecho de esta como un segundo cuerpo de su alma. ¡Y dichoso de aquel que logra hacer de su casa, o de la morada en que su oficio se cumple, otro cuerpo más para su espíritu! Y si no ya de su casa tan solo, sino del lugar, villa o ciudad en que vive, ¿qué mayor bendición de Dios?”.

Este texto de Unamuno me sirve de pretexto para adentrarme en el drama de los desarraigos. Sentirse desarraigado, o serlo de hecho, es un factor en el que no paramos mientes, pero suele estar en la raíz de las crisis de una sociedad, de un grupo de personas, de un individuo en concreto. Y puede ser motivo y acicate de violencias, vicios y delincuencia, de ese lento morir de los desesperanzados.

Piense el lector en los millones de colombianos expatriados, que se han ido del país y que, mal que bien —más mal que bien, generalmente—, luchan con sus nostalgias en el extranjero. Puede que lo tengan todo, o puede que no tengan nada; puede que hayan logrado lo que buscaban, o puede que hayan tenido que resignarse a un fracaso irredento. Sufren de desarraigo. Y piense, más dolorosamente, sin duda, y más cerca de nuestra realidad diaria, en el millón y más de desplazados de la violencia y de la guerra. Aquí y en Ucrania. Los echaron de sus tierras, de sus casas, lo tuvieron que dejar todo y han llegado a donde no tienen nada.

Párese el lector, si así lo desea, en una esquina y mire los rostros desapacibles de muchos transeúntes, contemple sus andares y sus prisas, o el simple vagar sin rumbo, y verá el fantasma del desarraigo en las huellas de sus pisadas. Es que han perdido el “segundo cuerpo del alma”, ese otro “cuerpo del espíritu”, que es la casa, o el lugar de trabajo, o la ciudad, o la patria.

El desarraigado —sea el expatriado, el refugiado, el desplazado, el abandonado o ese fugitivo de sí mismo en que a menudo nos convertimos un poco todos— se vuelve a la larga un alma en pena, un aparecido, un espanto. No tiene cuerpo. Porque no tiene casa. Porque no tiene patria. Ha perdido el segundo cuerpo del alma. 

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