Tú que lees mi columna cada semana, donde, a veces escribo con pasión mis apreciaciones sobre la coyuntura de esta ciudad, permíteme esta vez, en ocasión de la Pascua, compartir contigo una reflexión de naturaleza más espiritual. Son pensamientos que he venido contemplando durante estos días de Semana Santa. De hecho, la Pascua me parece uno de los mensajes más poderoso y provocante del cristianismo, dado que celebra la resurrección de Jesús después de su muerte en la cruz. En realidad, el Evangelio presenta otros casos de resurrección, como por ejemplo el de Lázaro, pero el de Jesús es particular, único, revolucionario; Jesús resurge para nunca volver a morir, para seguir viviendo, como humano, en el Paraíso, en el corazón de la Trinidad. Para afirmar esta realidad, después de su resurrección, Jesús durante cuarenta días comparte con sus discípulos, se hace ver, come con ellos. De esta manera, la resurrección es una propuesta y una experiencia que rompe con la ley de la naturaleza, mostrándose así hasta más grande que el mismo creador, y que revela a Jesús, después de haberse hecho pequeño como nosotros los humanos, en toda su poderosa divinidad. No se entiende la propuesta del evangelio sin comprender la realidad de la resurrección, desde la cual Jesús también anuncia nuestra misma resurrección. Es una idea que, si lo consideramos bien, propone una antropología del ser humano y revela su esencia más auténtica y profunda; revela su autenticidad y su destino, además que su origen.
¿Qué le pasaría a nuestra vida y a nuestra sociedad, al destino de toda la humanidad, si actuáramos desde la conciencia de esta antropología? ¿Cómo cambiaría nuestra realidad si viviéramos desde nuestro ser auténtico, con valentía, en lugar de alimentar nuestra cotidianidad de mediocridad y de conducirla desde los miedos, las dudas, los rencores, y las tristezas? ¿Cómo transformaríamos nuestras vidas si en lugar de pensar solo en lo posible, soñáramos y creyéramos en lo imposible? ¿Qué pasaría si en lugar de rendirnos frente a los obstáculos y las dificultades de la vida, los viviéramos como pequeños viernes santos a lo largo del camino hacia el domingo de resurrección? ¿Cómo cambiaría la calidad de nuestra vida si no experimentáramos el Viernes Santo como un estado permanente de sufrimiento y, en lugar, lo viviéramos como un pasaje que nos trasciende y nos permite evolucionar hacia la resurrección? Es decir, hacia la transformación de nuestras identidades para ser quienes realmente somos y, entre todos, generar una nueva humanidad, una civilización de la empatía y de la compasión.
La Pascua, entonces, además de ser una importante recurrencia religiosa para los creyentes, se transforma en una oportunidad para todos de reflexionar sobre un cambio necesario de conciencia que nos interpela a todos. ¿Después de todo, las brechas ambientales, sociales, económicas, culturales y hasta espirituales que observamos hoy en el mundo no son una invitación urgente a cambiar de conciencia? Finalmente, ¿la resurrección no es una invitación a elevar nuestro nivel de conciencia y un acordarnos que esto es posible porque esto en realidad es nuestro destino?