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Elbacé Restrepo
Columnista

Elbacé Restrepo

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UNA PESADILLA PARA TODA LA VIDA

Por Elbacé Restrepo

elbaceciliarestrepo@yahoo.com

Hay personas cuya vida parece una novela trágica. A la protagonista de esta historia la llamaré Elena, un nombre elegido al azar para protegerla de su propio drama.

Nació en el campo. Todo indicaba que la suya sería una vida sin problemas, por lo menos de plata, pero la trama empezó a enredarse el día que unos encapuchados asesinaron a su padre en presencia de ella, su madre y su hermana. Tenía dos años. Poco tiempo después, un padrastro llegó a su casa, y también a su cama. Se acostaba con ella para “calentarla”. “Yo sentía que algo me chuzaba y me dolía mucho”, dice, ahogada en llanto. Pasaron años siendo abusada por el marido de su mamá, con la anuencia de esta. “Porque él es su papá y se tiene que dejar”. ¡Que me la envuelvan!

Cuando “creció” y cogió impulso para denunciarlo, la echaron de la casa. Tenía doce años. Lo que sigue no cabe en este espacio, pero intento un resumen: Llegó a Medellín donde una conocida suya, que la vendió a un prostíbulo de alto turmequé. De allí la rescataron en una redada policial, pero fue declarada adulta menor porque su madre dijo “hagan con ella lo que quieran”. Tenía catorce. Se fue para Bogotá a hacer lo mismo. Un narcotraficante se la llevó para Barranquilla, allí la embarazó y luego la abandonó. Vivió en un internado de madres solteras, comió alimentos descompuestos, parió una niña y, a punto de fallecer de debilidad, una mano amiga le regaló los pasajes para volver a su pueblo, donde su madre, a quien el abusador ya había dejado en la ruina. La niña enfermó de gravedad. Puso un negocio de confecciones, pero fracasó. No tenía estudios, plata ni quién la orientara. La madame del burdel la mandó para España, a trabajar en oficios varios, pero resultó ser un caso más de trata de blancas. Tenía dieciséis. Sometida al encierro y a la soledad, empezó a consumir drogas y licor para soportar los trajines y el hastío de un cliente tras otro. Un señor la “compró” para él solo y meses después pudo volver a Colombia. Dejó las adicciones y se juró que nunca más sería una prostituta. Para acabar de criar a su hija lavó ropa ajena, cogió café, arreó ganado y vendió comidas.

El final podría ser feliz. Se ganó una beca y hoy, a los cuarenta, está a tres semestres de graduarse como abogada. Encontró el amor que nunca nadie le dio, tiene un nuevo hijo y trabaja en una buena empresa. “Pero no hay psiquiatra que le quite a uno este dolor, ni las pesadillas que quedan para toda la vida. ¿Por qué aquí no pasa nada con los violadores?”, me pregunta, mientras cursa un proyecto de cadena perpetua para ellos, aún incierto, y sin estar segura, siquiera, de que ahí esté la solución.

No tengo respuestas, Elena. Solo una vergüenza infinita por lo enfermos, disfuncionales y crueles que pueden ser algunos seres humanos con su prójimo. ¡Hay trabajo por hacer, familias!.

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