De niños, cuando alguno de la tribu andaba de capa caída, achilado, la madre le ordenaba a algún Waze de dos pies: Mijo, vaya por Valencia. ¿Prepagada, Sisbén? ¡Ya voy, Toño!
El doctor Guillermo Valencia aparecía de gafas, solemne, silencioso, sabio, con sonrisa de abuelo, encachacado.
Lo recordé a raíz del Día del Médico, el 3 de diciembre. La efeméride nos cogió con los calzones abajo. Memo para Alzheimer que nos ocultó la fecha. Tocó volar a felicitar a quienes monitorean estas carnitas y estos huesitos.
Ese olvido anual es un desaire mayúsculo con quienes tienen la sartén por el mango de nuestras vidas. Los periodistas, que celebramos varias veces al año, deberíamos cederles una de ellas.
En época de Valencia, en cualquier momento nos ordenaban irnos a casa de la abuela en Aranjuez, “porque su mamá se va a enfermar”. En la tarde, al realizar la parábola del retorno, nos encontrábamos con que “había nacido Jaime ya”, como en el poema de Barba Jacob.
Cuando nos visitaba Valencia, que vivía en las proximidades porque todos éramos vecinos de todos, los de abajo mezclados con los de arriba, nos ponían la hebra de pontificar. Incluidos los zapatos que amansábamos en la procesión del Viernes Santo en el resisterio del mediodía.
Nada de incurrir en el sacrilegio de aparecer pecuecudos o mocosos ante Valencia, como le decíamos a sus espaldas. Nuestro médico familiar aparecía cuando había fracasado la segunda trinidad de la medicina casera: mentolín, alcohol y babas maternas con sal.
Para esa visita tan VIP, nos habían erradicado los piojos o bichos afines con jabón de tierra, una bola sin poesía que olía a sobaco de corrupto. Ni idea de con qué lo hacían.
No había llegado el fijador Lechuga, que olía diez cuadras a la redonda. El pelo quedaba quieto como mano de santo. El agua con hojas de San Joaquín cumplía idéntica tarea: entiesar las mechas.
Valencia llevaba un maletín diminuto, negro, como de mujer fatal. En ese maletín cabía de todo. De allí sacaba aparatos como los magos sacan hipopótamos del sombrero.
A los de la muchachada nos tramaban tanto la maletica como su silencioso dueño, delgado como un cigarrillo Pielroja. Nada de consultorio con paredes ametralladas de diplomas malhabidos. Sus credenciales eran su integridad, dulzura y conocimientos.
Examinaba a uno de la manada y nos aliviábamos todos. No sé cómo facturaba. Ignoraba que los médicos cobraban por visitarnos en las casas donde a las visitas las atendían con vino y galletas comprados al fiado en la tienda de la esquina.
En Valencia agradezco a sus colegas el detallazo de atendernos antes, en y después de la pandemia. Como dicen en los vallenatos: “un saludo allá en Bogotá al médico Santiago Escandón, de Colsánitas”, que a bisturí ventiao sacó un cáncer que me iba cadera arriba. ¡Ay, hombe!