Con la posesión presidencial de Gustavo Petro voló en pedazos la teoría de Álvaro Gómez de que Colombia era un país conservador que tenía la costumbre de votar liberal. Que en el país había más conservatismo que partido. Y con esa creencia duró hasta su muerte.
Ya el país no es ni lo uno ni lo otro. Ni piensa como conservador y menos vota como liberal. Azules y rojos son ánimas en pena. Especies en extinción. Son lentejos que sostienen una clientela para llegar al Congreso, pero sin vocación ni fortaleza electoral alguna para conquistar el poder Ejecutivo. Se conforman con pedazos de burocracia para no morir por desnutrición presupuestal.
Con la llegada el domingo de la extrema izquierda al poder, quedó revaluada no solo la vieja teoría alvarista, sino todo consuelo para quienes veían a sus viejos partidos perder en las urnas, pero miraban sin temor alguno la llegada de los gobiernos de los contradictores, que no ponían en calzas prietas la estabilidad del viejo establecimiento. El régimen político, el sistema económico y social que defendían quedaba, si no intacto, sí poco afectado por reformas que poco alteraban la esencia del régimen. Unos y otros seguían en la zona de confort soñando que aquí nada afectaría sus intereses. Lo único que modificaba era parte de la nómina burocrática. Como en la novela del Gatopardo, todo cambiaba para que todo quedara igual.
Comenzó en 200 años de vida republicana un nuevo esquema de gobierno con profundas raíces de izquierda populista. Por supuesto que despierta dudas y recelos. Hay incertidumbres acerca del rumbo que tomará el país, las que aumentan a medida que se conocen cuestionados personajes en algunas carteras ministeriales. Es el precio que hay que pagar por el triunfo de un hombre que llegó al poder arropado por las banderas opuestas al sistema de gobierno que regía, impulsado en buena parte por las irresponsabilidades de unos partidos tradicionales fracasados, que a pesar de que oyeron ruidos y advertencias desde hace mucho tiempo, los ignoraron para seguir dedicados a saquear las arcas del Estado y a fomentar, por acción u omisión, la corrupción en los organismos del poder público. El pueblo, harto de tantos escándalos y concluyendo que no conducían a sanción penal o social alguna, y que veía crecer como espuma la impunidad, pasó su cuenta de cobro con severidad.
Colombia está pendiente de que logre poner en práctica el Gran Acuerdo Nacional que planteó Petro como política de reconciliación y de transformación y que incorporó a su decálogo de prioridades en su discurso de posesión. Ojalá no se quede en música celestial, dada la aplanadora que ya tiene montada y engrasada en el Congreso el nuevo régimen para aplastar la débil oposición. Que no degenere en un mero acuerdo burocrático, untado de exceso de mermelada, para crecer más la panza del Estado y de sus socios, en vez de lograr la eficiencia y pulcritud en el manejo de los recursos públicos