Por José G. Hernández Galindo
Por José G. Hernández Galindo
Con independencia del partido o de la coalición a la que pertenezcan quienes lleguen a ocupar los escaños del Senado de la República y la Cámara de Representantes, lo que debemos buscar los colombianos cuando ejerzamos este año el derecho al sufragio es la conformación de una rama legislativa renovada y democrática, que cumpla adecuadamente la representación que el pueblo le confía y que responda verdaderamente por la esencial función señalada en la Constitución y en el sistema jurídico.
Hay que pensar muy bien por quién se vota. Más allá de los nombres, la fama o la propaganda, lo cierto es que el móvil del ciudadano no puede seguir siendo el precio vergonzoso y delictivo que le paguen los compradores de votos, ni la costumbre irracional, ni la mera “identidad” proveniente de la pertenencia a un cierto partido o grupo. Es necesario examinar las hojas de vida, las ideas y propuestas, el nivel, la trayectoria de los candidatos, la coherencia, honestidad y pulcritud que hayan demostrado en otros cargos o en sus actividades anteriores. No se puede seguir votando a ciegas, porque algún líder político así lo haya señalado. Y eso vale también en el caso de los candidatos a la presidencia de la República. Nuestra democracia debe madurar.
En lo que respecta al Congreso, su deterioro como institución y su desprestigio han sido crecientes desde hace varios años, pero en la última etapa la experiencia ha sido, por decir lo menos, desastrosa. Aunque algunos senadores y representantes —de distintas tendencias políticas— merecen reconocimiento por su entrega a la función, por su permanente trabajo, por la calidad de sus proyectos y por la transparencia de sus posiciones y sus votos, debemos decir —en honor a la verdad— que no son muchos. Lo que se ve desde fuera, en las mayorías, es el desinterés en lo esencial, la total pérdida de autonomía como institución representativa y una lamentable tendencia gregaria, guiada por estímulos burocráticos, más que por conocimiento responsable y serio acerca de lo que se proyecta, se discute y se somete a votación. Con honrosas salvedades, no se ve una clara conciencia acerca de los contenidos de las iniciativas que se presentan, ni respecto a las leyes que se aprueban, ni acerca de su constitucionalidad, ni en torno a sus efectos en favor o en contra de la justicia, la igualdad o el interés general de la colectividad. Un botón basta de muestra: la penosa actitud del representante que preguntó cómo estaban votando y cómo tenía que votar sobre la indebida suspensión de la ley de garantías electorales, y obedeció —sin dificultad, y sin el menor análisis— la orden verbal, también irresponsable, de la señora presidenta de la Cámara.
El papel del Congreso no puede seguir siendo el de mediocre instrumento para perdonar o disimular los errores del Gobierno, o para enervar la responsabilidad política de ministros y altos funcionarios, como ha ocurrido con las frustradas mociones de censura. Tampoco para sacar adelante —como sea, por “pupitrazo” y sin estudio— los proyectos que interesan al Ejecutivo, no importa si son —como tantos durante el año pasado—, además de inconvenientes, inconstitucionales
Colprensa