Por ÍÑIGO DOMÍNGUEZ
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Es increíble recordar ahora, que las vacaciones pasan volando, cómo no pasaba el tiempo en los veranos de la infancia. Se hacían infinitos y daba igual donde estuvieras. Cualquier sitio es perfecto para un niño, el mundo le parece bien como está. Tengo amigos que evocan con nostalgia tres meses en el pueblo de los abuelos, donde no había nada especial y simplemente les dejaban sueltos por allí. De adultos es al revés: lo más importante es el sitio, de ello depende la calidad del verano, el tiempo ya sabes que es poco. Pero si te dan a elegir entre tres meses de vacaciones en tu ciudad, sin poder irte, o tres semanas en el Caribe, seguramente elijas lo segundo. La gente pregunta dónde vas o dónde has estado, es lo que determina si tu verano ha sido la pera o nada del otro mundo. En algunos casos ya es una cuestión de currículo estar en lugares únicos, exclusivos, hasta inexplorados, carísimos. En una novela sobre alpinismo, James Salter da una clave de nuestro tiempo. Un escalador dice que le gustaría subir una montaña temida y muy difícil, y el protagonista le responde: “No quieres subirla, quieres haberla subido”. Hoy peor, una vez que haces una foto a algo ya no te interesa.
En la juventud hay una idea que en verano se intuye de forma poderosa: aprovechar el tiempo. Pero ¿qué demonios es aprovechar el tiempo? (Y peor aún, qué es hacer algo de provecho, una frase odiosa de los mayores). Hacer cualquier cosa, hacerlo todo, no hacer nada. Más bien iba saliendo una combinación espontánea de las tres cosas. Pasaba la tarde y lo mejor que se te ocurría era hacerte el muerto para darle un susto a tu primo. Tumbarte inmóvil hasta que apareciera y ver qué hacía. El aburrimiento puede crear situaciones interesantes. Pero un momento de aburrimiento en las vacaciones adultas prácticamente significa el fracaso de todo un proyecto de vida.
Aun así, siempre hay en verano dos acontecimientos que recordamos de repente, aunque siempre están ahí. Son el crepúsculo y el amanecer, que el resto del año se sobreentienden. Un día en la playa decides ver la puesta de sol. Esperar a que ocurra. Pero es ver amanecer el momento que tiene algo más subversivo, parece que no deberías estar levantado a esa hora mirando los engranajes del mundo. Madrugar para verlo no vale, tiene que ser después de estar toda la noche despierto, como culminación de un despropósito. Recuerdo la impresión de la primera vez, ver surgir el sol de repente como una pelota de tenis de un rebote, asombrosamente rápido, imparable.